Mezclilla: 34

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II[editar]

Y ahora (pues ya va siendo tiempo) me concretaré al más reciente libro del maestro, a ese Miau de que por excepción extraña han hablado más los periódicos que de otras novelas de más importancia del mismo autor, Fortunata y Jacinta, por ejemplo.

Yo no creo que Miau no sea más que un cabo suelto de libros anteriores, opinión que, tengo entendido es la del mismo Galdós. El episodio del pobre Villaamil el cesante, el profeta del income tax, constituye algo más que relieves de otra novela. Pero, en rigor, ¿quién es aquí Miau? ¿El abuelo Villaamil, o el nieto Luis Cadalso? Ambas figuras merecen ser protagonistas; pero, a mi juicio, Miau es toda la familia. El apodo, como la desgracia, entra en esta casa por las mujeres, y del mote nace un simbolismo cómico y triste a la vez, que podría declararse el más apropiado a gran parte de la nación cesante, a esa ínclita clase media española cuyo ideal es la nómina y cuya realidad es la cesantía, con sus respectivos acompañamientos de pretensiones ridículas, de ambiente social cursi, de apuros positivos, grandes y constantes; de miserias caseras de esas que no solían figurar ni en la literatura clásica ni en la romántica, pero que en España tienen su abolengo en el realismo del Gran Tacaño, en los caldos de Cabra y en las trazas de D. Pablo para remediar hambres, coger puntos de media y significar harturas que son ensueños.

Una de las cosas más reales en España es la pobreza; pintarla con toda su corte de apuros, sordidez, bambollas, disimulos, envidia, codicia, esperanzas, caídas y desesperaciones, es tan oportuno, útil y patriótico como describir las glorias de Zaragoza y Gerona y dar ipecacuana al mísero estómago que la necesita.

Miau está escrito en gran parte con descuido, no cabe duda, tal vez con cierto cansancio; se ve en la composición de este libro, en la desproporción de sus partes, en la pereza con que se deja correr la pluma, abandonándola a la inercia del movimiento en los capítulos de menos importancia, en los pormenores menos significativos, se ve, digo, en todo esto la influencia de la idea que de su obra tiene el escritor, que la da como un entremés, sin esperanza de hacer algo notable; no más, tal vez, que por no quedarse con el original inédito. Pero pese al autor y a estos desdenes suyos que dieron descuidos por consecuencia, el asunto de Miau es de mucha fuerza, de gran oportunidad; y gracias a esto y a la observación profunda, perspicaz y exacta del novelista, y a su arte de maestro, que le asiste hasta cuando él se cree medio dormido, hay todavía en la última obra de nuestro gran escritor mucho que admirar, y grandes fuerzas de esas que se llaman ahora, y con razón, sugestivas.

Si todo el libro fuera como la hermosa introducción en que se nos presenta Miau mínimo, acompañado de su fiel amigo el perro Canelo (buena prueba de que Luisito Miau no es tal gato); y como las primeras descripciones de la miseria y de las apariencias cursis del hogar de Villaamil; y como algunos de los capítulos del ministerio de Hacienda; y como la narración de la catástrofe, aparte la prolijidad de alguno de los monólogos tácitos de D. Ramón; si todo fuera así (y no es mucho lo que queda), sería Miau digno compañero de El Amigo Manso, joya de la corona del arte castellano. Lo malo de Miau está hacia el medio, en ciertos pasajes que son, si no meras repeticiones, amplificaciones innecesarios; está, sobre todo, en ciertos diálogos, prolijos y poco simpáticos de Cadalso, padre, con su cuñada la insignificante. No es un mito, ni mucho menos, ni deja de tener sus similares en este pícaro mundo de la administración pública, el yerno de los Miau, el empleado sin aprensión y con buena ropa, buena suerte y buena figura, que, sin ser un Cicerón, ni medio, saca de la cháchara familiar tanto partido como suelen ciertos oradores sacar del parlamentarismo.

Cadalso es verosímil, es real, es oportuno coautor en la fábula de que se trata, y hasta sus burlas crueles de gran egoísta, de que es víctima la muy equivocada cuñadita, están en su sitio y revelan sagaz estudio psicológico; pero la conversación de la pobre chicacon su adorado tormento no merece ya elogios, singularmente por lo que se refiere al seductor; aquel falso romanticismo es demasiado falso, demasiado burdo y llega a causar repugnancia, sobre todo, por la insistencia y por lo poco que importa todo aquello para el libro. Cadalso, sin estos recursos, y un poco mejor y más determinado, no en la tendencia de su carácter y temperamento, que bien se ven, sino en los rasgos individuales (que son siempre indispensables pará que los personajes sean propiamente artísticos), hubiera sido una de las figuras más originalmente observadas y representadas en la novela contemporánea española.

El cansancio, tal vez tedio, con que sin duda fue escrito Miau, se nota asimismo en los personajes femeninos, que valen mucho menos en esta obra que en casi todas las anteriores. Las Miau, colectivamente, son figuras nuevas, significan algo, tienen originalidad, y fuerza; pero merecían más atención y especificación artística cada una de ellas; si la Miau, hija, algo más que su madre y tía llega a valer, no es, ni con mucho, lo que podría en manos del que inventó a Fortunata y a Isidora y a Pepa y a Doña Perfecta. En cuanto a las Miau mayores, lo mejor que tienen son los recuerdos de su grandeza burocrática y provinciana, en que los rasgos cómicos son excelentes, y que nos indican lo que hubiera podido hacer Galdós describiendo la provincia española, como Balzac describió la francesa. Pero Galdós no vivió nunca, desde que es novelista, fuera de Madrid. Pasar los veranos en Santander no basta para conocer la provincia... novelable.

Luisito Cadalso y su abuelo están muy por encima de todos sus parientes y amigos. Cuando están juntos, y más aún cuando están juntos y hablan de Dios y del destino... que no viene, llegan a las alturas del gran arte moderno, profundamente cristiano en mi sentir, de fijo seriamente piadoso; a ese arte sublime, por lo humilde de los medios, donde el humorismo y la inocencia se juntan para cantar la nota triste entre risas y lágrimas. ¡Qué bien sabe Galdós hacer hablar a los niños y a los locos! Y al que sepa observar, ¡cuántas cosas pueden decirle, en efecto, los diálogos de los locos con los niños! A mí, oyendo a menudo conversaciones de este género, se me ha ocurrido pensar que sorprendía, a la Naturaleza hablando consigo misma y haciendo comentarios sobre la conducta de los hombres. De esto habría que hablar mucho para decir algo que explicara en parte el pensamiento...; y mucho también habría que decir para alabar como se debe lo mucho bueno de su gran espíritu y de su arte más delicado e íntimo, que ha puesto Galdós en las tristezas, soledades, miserias y visiones de Luis Cadalso, y en las miserias, cadenas domésticas, servidumbre burocrática y desesperada locura del digno abuelo.

Entre otras muchas cosas de que no quiero hablar, porque no debo ser más largo, dejo las muy expresivas escenas en que se pinta por dentro el ministerio de Hacienda, con sus tercios de empleados, no menos formidables para el mísero contribuyente que los famosos de Flandes para nuestros enemigos. En esta materia, lo más gráfico de todo es la descripción de aquella catarata de personal que baja por las escaleras del gran edificio de la calle de Alcalá en día de paga. Tanto y tanto como han dicho nuestros diputados y periodistas sobre y contra la empleomanía, no valió jamás, por la fuerza de expresión, lo que valen unas cuantas frases de estas páginas en que ve el artista hasta el fondo de la miseria gris de ese pueblo empleado, de esa plebe conservadora que confunde al país con el sueldo, las bases de la sociedad con la nómina.

Hay rasgos y observaciones en este capítulo de los que distinguen al maestro de las medianías, sin que estas lo echen de ver, por supuesto. Para llevar a este grado el arte de la expresión íntima de las cosas, hay que ser más pensador y más impresionable artísticamente de lo que creen que basta algunos honrados sujetos que, conformándose con la medida de sus facultades, se han propuesto como norma de conducta literaria no escribir nada de particular, no hablar de cosa que no esté al alcance de todos.

Por último, tampoco he de detenerme, aunque bien quisiera, a estudiar la relación de los apuros de los Miau con lo que llamarían en el Ateneo el problema religioso. Pero sí diré que en las novelas conviene hacer lo que hace aquí Galdós; tomar como núcleo las personas, los individuos humanos, diré mejor, pero no descuidar por completo ninguno de sus intereses y fines, aunque no sean estos o los otros los principales para el asunto. La verdadera ilusión de realidad sólo puede conseguirse teniendo esto presente.

Para mejor explicarme, pondré un ejemplo concerniente a mi objeto: en Miau los apuros de estómago son el asunto directo; se trata de que la familia de Villaamil coma o no coma; la religión nada tiene que ver con esto, y, sin embargo... como por todas partes se va a Roma, como los Miau forman parte de ese pueblo madrileño, de quien dice La Correspondencia todos los años, por Semana Santa, que es profundamente católico, los Miau recurren a la Divinidad, a su modo, y el misticismo somero, accidental, transnochado y cuasi cursi de la pobre chica enamorada de su cuñado, demuestra una vez más que Galdós es un gran observador de la triste y ramplona realidad; y si no pesimista, que no hay para qué, algo... más melancólico todavía; un artista desilusionado, sincero y sencillo, y fiel espejo de un mundo triste, como lo es de un cielo pardo y bajo el agua parda de una laguna.

Sí; en el fondo de las novelas de Galdós hay acaso más tristeza que en las de esos grandes líricos pesimistas que, sin quererlo ni saberlo acaso, declaman o hacen declamar a sus personajes y a la Naturaleza misma sus desengaños y desesperación. En las novelas de Galdós no hay el pesimismo épico de Zola, por ejemplo; no cae en ellas la tristeza como lluvia torrencial que, además de anegar, asusta; sino como llovizna, como agua de calabobos, según dicen en muchas partes, como cierza (palabra asturiana), que llega a los huesos sin ser vista ni oída. ¿Cómo desilusiona Galdós? De un modo muy parecido a la experiencia; es decir, de la manera más segura. En realidad, pocas veces es exagerado el desencanto; muchos mortales van a él por una pendiente imperceptible, y en vez de atribuirlo a los sucesos, lo atribuyen a los años, al tiempo inofensivo. El realismo de Galdós es del mismo género: así, v. gr., Miau, abuelo, llega al suicidio... no se sabe cómo, se va aburriendo, aburriendo... y llega a no poder tolerar los olvidos del Ministro y los despilfarros de su mujer. Su mujer ¡qué cadena!, parecía nada, y aquel yugo doméstico pesaba más que un mundo de plomo.

¡Qué hermosas páginas (y más lo serían si fuesen menos) aquellas en que Villaamil se declara independiente y da a los pájaros las migajas que a él le niega el presupuesto! Villaamil también tiene sus momentos de religiosidad, si no exaltada, muy prudente y oportuna; esa religiosidad mezclada con los intereses ordinarios, la piedad del pan nuestro de cada día, la más común, la única que puede dar a las diferentes confesiones positivas esos contingentes de millones de fieles... de fidelidad tan somera. En media hora se le va el santo al cielo y se le vuelve a la tierra al mísero cesante. Él, como su hija, son religiosos nada más que en los apuros; de ese modo que tanto le indigna a Strauss, el cual tiene el espíritu menos flexible y el corazón menos blando de lo que conviene a un verdadero filósofo. Filósofo verdadero lo es aquel Dios que se le aparece al Miau mínimo, Luisito Cadalso, aquel Dios que lleva consigo, como un pavero los pavos, un rebaño de ángeles; un Dios que sabe mucho, pero no lo sabe todo, porque hay cosas que vale más no saberlas.

¡Cuánta poesía nueva, íntima, tierna y graciosa hay en todas estas visiones del pobre Cadalsito!

Basta. Leyendo a Miau por encima... de prisa... y mal, en una palabra, se ve que resaltan sus defectos. Leyendo bien, de veras, como debe leer el que pretende entender de arte poético, sobre todo como debe saber leer el que critica... se siguen viendo los defectos, pero también multitud de bellezas que dan a este libro muy señalados rasgos del aire de familia; la que es, hoy por hoy, familia reinante en la novela española.