Montes de Oca/2

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Entablaron luego coloquio amistoso: si la acción del Jerez lo encendía más de la cuenta, no tardaba en enfriarlo D. Bruno arrojando en las ascuas su buen sentido, su pasta conciliadora y un lenguaje hábil para contentar a todos. Según Maturana, por el comunicado de Mas de las Matas, que más bien era manifiesto, Espartero merecía la destitución, y Linaje cuatro tiros. Cierto que no había un Gobierno bastante fuerte para ponerle el cascabel al gato... Un hombre existía con hígados bastantes para arrancar el bastón de manos del Duque; un hombre, sí, de grande ánimo y convicciones profundas: D. Manuel Montes de Oca; ¿pero qué podía un solo individuo, por animoso que fuera, entre tantos que creían resolver las cuestiones con discursos, con arreglitos y dimes y diretes? ¡La conciliación! ¡Buena conciliación nos diera Dios! La soberbia de Espartero no cabía dentro de las leyes, y era forzoso resquebrajarlas para hacerle hueco.

Con no poca dificultad, tartamudeando y corrigiéndose a cada instante, expresó el castrense andaluz opiniones enteramente contrarias a las del diamantista. D. Manuel Montes de Oca no era más que un barbilindo que no servía para nada. Sus habilidades consistían en componer versitos clásicos de la escuela del Sr. Reinoso, y pronunciar discursos acaramelados imitando a Martínez de la Rosa. Todos sus actos como político y como escritor eran los de un Quijote chico que había tomado a María Cristina por Dulcinea, y al moderantismo por ley de la andante caballería. Esto lo dijo Ibraim con formas premiosas y groseras, que traducimos al lenguaje usual para no afear con ellas estas páginas.

Con palabra más fácil, aunque algo entorpecida por el Jerez, hizo Milagro el panegírico de Espartero llamándole libertador, pacificador y apóstol de todos los adelantos. ¿No había concluido la guerra, o estaba a punto de concluirla? ¿No le debía España el completo exterminio de las hordas de la reacción? Pues suyo era el país, suyas las leyes, suya la autoridad y todo aquello que llamamos cosa pública. Desde que el mundo es mundo, desde Moisés a Bruto, desde Guillermo Tell a Cromwell, y desde Bonaparte a Espartero, el que ha tenido la fuerza y la razón ha tenido la cosa pública en el bolsillo. ¿Para qué nos servía esa Reina, viuda de Fernando VII, casada hogaño con un Muñoz, dama graciosa y bonita, cuya linda mano movía el timón de la nave como si este fuera el abanico? ¡Cuánto mejor gobernaría Espartero, hombre de buen puño! El trono de Isabel necesitaba un protector macho, y España un Regente bien bragado y de muchísimos riñones. Que viniera pronto y colocara en sus puestos a los funcionarios probos, destituidos por la infame moderación. Viniera, sí, antes hoy que mañana, a traernos la justicia, eliminando de las oficinas a los pancistas, intrigantes y gorrones, y dando la merecida redención a los pobres mártires de la política.

Acogía Maturana con cascada risilla senil las manifestaciones egoístas de su amigo, y el buen manchego, tomando muy en serio su papel conciliador, discurría una componenda que sería felicísima si fuese práctica. ¡Lástima grande que Doña Cristina hubiera incurrido en la flaqueza de emparentar secretamente con Muñoz; lástima grande también que Espartero se hubiera precipitado a desposarse con Doña Jacinta Sicilia! Si uno y otro estuvieran solteros en aquel crítico momento de la historia patria, con una simple boda se realizaría la felicidad de la nación, afirmando la paz para siempre y repartiendo entre las dos familias o bandos los puestos administrativos. Casado el Progreso con la Corona, se casaban y refundían todos los derechos, y comían todas las bocas y se acababan todas las hambres; el contento general traería la general justicia, y la hartura sería el fundamento de la felicidad; no habría ya pronunciamientos, ni logias ni cadalsos, y daría gusto ver cómo marchaban fácilmente los asuntos, cómo prosperaba el trabajo, cómo hallaban su acomodo los pobres, y los acomodados la riqueza, y los ricos la opulencia; daría gusto ver despachados en un periquete los expedientes de arbitrios, los expedientes de Pósitos, los Pósitos, ¡Señor!, que eran la tela de araña en que se enredaban y perecían, como pobres moscas, los hombres más honrados de la nación.


Soltó la risa con mayor estrépito D. Carlos Maturana, y levantándose se volvió a la mesa de donde había venido. Su reír picante, recorriendo la sala, era como si al andar se soltaran rodando por el suelo las cuentas de un rosario. Un tanto corrido, dirigía Milagro hacia la distante mesa los cristales de sus gafas; mas como era tan cegato, ni aun con los vidrios podía distinguir a los dos comensales del diamantista, a quienes este comunicaba su risa burlona.

«Dígame, Ibraim -preguntó al capellán-: ¿conoce usted a esos tipos que comen o han comido con D. Carlos?».

-El que ahora se burla de nosotros -replicó D. Víctor- no es para mí cara desconocida. Le he visto mil veces; me han dicho su nombre; pero en este momento no puedo traerlo a mi memoria. El muy sinvergonzonazo se ríe en nuestras barbas mirándonos con un ojo solo, porque es tuerto.

-Ya, ya le conozco -dijo el manchego-: es ese poeta... demonches... autor de una comedia que la llaman Moríos y vereislo.

-¿Poeta, tuerto... Muérete y verás? -exclamó el buen Milagro dando un palmetazo en la mesa-. Bretón de los Herreros.

Presuroso y también tocado de risa, corrió a la mesa del rincón más distante, y acogido por el poeta con un apretón de manos, oyó estas palabras de cordial benevolencia:

«También aquí disputamos, también nuestra mesa es un campillo de Agramante, o Cortes en miniatura, con izquierda y derecha, oposición y mayoría. Maturana y yo somos el orden establecido, vulgo Ministerio, y este señor...».

En un paréntesis hizo el poeta la presentación de su amigo, un joven alto, moreno, de rostro varonil y hermoso, que denunciaba la profesión de las armas, disimulada por el traje civil: «Mi amigo, casi paisano y casi pariente, D. Santiago Ibero, teniente coronel de los Ejércitos Nacionales, propuesto ya para coronel... Fabulosa carrera, pero bien ganada; que éste no es de los de farsa».

-¡Vivan los héroes -vociferó Milagro-, que nos han librado al fin de esa plaga indecente de la facción! ¡Ibero!... un nombre que no falla. Llamándose así no hay más remedio, señor mío, que ser español valiente y liberal.

-Lo que decía -continuó Bretón-. D. Carlos y yo somos en esta mesa el pobre Gobierno, y Santiago los señores de enfrente. Figúrese usted si estará forrado de liberalismo el niño este, que ha sido y es el brazo derecho de Zurbano. Un cuerpo cubierto de heridas y una cabeza de viento. Ya me lo dirá, ya me lo dirá cuando los años le amansen el genio, y cuando vea... porque todo es cuestión de ver pasar cosas y personas, reinados y gobiernos, tiranías y revoluciones. ¿Qué edad tienes, Santiago? ¿Treinta y dos? Ya me contarás tu progresismo cuando rebases de los cuarenta, si es que yo puedo alcanzar el tiempo de tus desengaños, pues la vida que llevamos los españoles no es para llegar a viejos. Sólo los que se pasan el día y la noche politiqueando, como este Milagro, realizan el de vivir mucho, porque con todos comen, y en todas las salsas mojan su mendruguito.

-Pido la palabra. El pelo que ha echado un servidor de ustedes -replicó el aludido- bien a la vista está, y los frutos de mis intrigas pueden calcularse por la opulencia en que vivo... Bromas a un lado, el Sr. de Ibero nos dirá si podemos dar la guerra por concluida, o si aún nos queda en Cataluña y Aragón algún rabo faccioso que desollar.

-Atrasado está de noticias el amigo Milagro -dijo Maturana, echándole familiarmente mano al cuello-. ¿No sabe la noticia de esta tarde, la retirada de Cabrera después de la paliza que le ha dado León en Berga? Ya no hay guerra, señores; ya no hay más que política, lo que a mí no me parece un grave mal, pues España es un enfermo que no puede vivir sino a fuerza de sangrías... No reírse. La política sola paréceme más mortífera que la política con guerra. La una corrompe, la otra purga... En fin, los que vivan lo verán.

-Se acabó la facción... ¡Viva Espartero!

-No cantemos victoria tan pronto -indicó Bretón guiñando el ojo con malicia-, que en este bendito suelo, el último tiro de una guerra civil es el primero de otra. Ya nos estamos preparando para un pronunciamiento; que nuevas tropas, ¡vive Dios!, no es bien que estén ociosas. ¿Verdad, Santiago, que os pronunciaréis?

Contestó Ibero gravemente que en el ejército del Norte y del Centro nadie pensaba en insurrecciones, a menos que la libertad peligrara. «Ya pareció aquello -manifestó el autor de Marcela, acompañando su dicho con toquecillos de tambor sobre la mesa-. Siempre que queréis sublevaros nos habláis de los peligros que corre la señora Libertad, a la cual yo comparo con la monja pudibunda que preguntó cuándo tocaban a violar. Eso decís ahora vosotros, pillos, demagogos, jacobinos; eso decís: '¡Que violan!'. Y os equivocáis, porque nadie ha pensado ni piensa en atropellar la virtud de vuestra diosa. Aquí no viola nadie más que vosotros, los liberales, que cada día os fumáis una ley más o menos virgen».

-D. Manuel -dijo Milagro, vivamente interesado en la cosa pública-, déjese de bromitas y vamos al grano. Sr. de Ibero, si no hace mucho que ha venido usted del Maestrazgo, sabrá qué opiniones privan en el Ejército, si seguiremos con la regencia una o la estableceremos trina...

-Yo no sé nada de eso -replicó el militar-. Allá no pensamos más que en perseguir al enemigo.

-Que nos cuente sus hazañas -propuso el diamantista-, pues más debe interesarnos un poquito de historia, por breve que sea, que todos los chismes masónicos.

-No tengo hazañas que contar -afirmó Ibero, sacando la petaca y ofreciendo puros, que todos aceptaron, menos Bretón-. Mis proezas no han sido más que el cumplimiento de un deber sagrado, sin ninguna función heroica ni cosa que lo valga. Estuve en las acciones de Segura y Castellote, ambas muy reñidas. Me encontré en el sitio de Morella y en los combates que hubimos de dar para posesionarnos de parte del país circundante; pero no presencié la rendición de la plaza ni la fuga de los carlistas, porque tuve que venir a Madrid con una comisión del servicio...

-Comisión de que no nos dirá una palabra, ni nosotros hemos de fastidiarle con preguntas -apuntó Maturana-. Ya sabremos del pronunciamiento cuando oigamos el primer berrido.

En este punto de la conversación, y mientras Ibero denegaba festivamente, riendo y gesticulando, llegó el mozo con la botella de Jerez, brindándoles de parte de los señores de la otra mesa. Un gesto campechano del diamantista y un llamamiento jovial de Milagro produjeron la reunión de dos grupos; mas no cabiendo en una mesa, parte de Milagro y la totalidad del corpacho de Ibraim, ocupaban la inmediata. Una rápida presentación hecha por D. José, cantando los nombres, unió a los seis individuos en accidental intimidad. El rumboso D. Bruno, que ni a tiros quería soltar el lucido papel de anfitrión, mandó traer vino y puros de a dos reales; rechazó Bretón el exceso de bebida, protestando de su templanza, ya que hacerlo no podía de la de los demás; festejaron Maturana y Milagro la esplendidez del conterráneo de D. Quijote, abalanzó su ávida manaza Ibraim hacia los puros, y todos parecían dispuestos a prolongar la placentera reunión hasta hora muy avanzada. Y cuando por la retirada lenta de los parroquianos íbanse quedando solos los seis puntos de la improvisada tertulia, gozosos de poder alborotar un poquito si el cuerpo y los espíritus así lo pedían, dejábase ver Lopresti con mandil y gorro blanco, saludando risueño a los señores con su atiplada mujeril voz. Era en él costumbre salir, terminado el trabajo, a recrearse oyendo las observaciones que sus feligreses le hicieran sobre los platos del día, o las alabanzas de su maestría culinaria. Acercose tímidamente dando las buenas noches, y Milagro, con el sombrero echado atrás, la mirada fulgurante y el labio trémulo, llegose a él y le ofreció una copa, diciéndole: «Ínclito Cayetano, brinda por la libertad, por la regencia trinitaria, por el Duque nuestro padre, que a todos nos sacará del Purgatorio... Amén».

En tanto, interrogado por Carrasco, amplió Maturana las noticias recientes: la Reina, después de ser recibida en Lérida por Espartero con todos los honores de rúbrica, continuaba su viaje a Barcelona. Trabose en seguida acalorada discusión de principios, llevando la voz D. Santiago Ibero y D. Carlos Maturana por las ideas liberal y moderada respectivamente. «Yo no entiendo de política -dijo el militar con sinceridad y convicción-; no sé lo que son partidos, ni para qué existen las logias; pero declaro que creo en la libertad y la tengo por cosa excelente. Antes de haber leído lo mucho y bueno que sobre la libertad han escrito hombres muy sabios, sentía yo en mi alma la fe de esta idea, y con entusiasmo la adoraba. Antes que en mi entendimiento, estuvo en mi corazón el deseo de que los pueblos fuesen libres. Amo a mi Patria tanto como a mi familia y a mí mismo: quiero para ellos los bienes del progreso. Alguno me hablará de los males que ocasiona: yo los reconozco; pero los males son chicos y pasan, los bienes son grandes y quedan. Creo que con libertad, igual para todos, tendremos ilustración, dignidad, riqueza; sin libertad caeremos en la ignorancia, en la pobreza y en la ignominia. Si esto es un disparate, no pierdan el tiempo en demostrármelo, pues no hay razones que destruyan mi idea. Más que convicción clara es esto fe ciega. Yo no discurro: creo. Yo siento; no razono. Así soy, y así pido a Dios que me conserve».

Murmullo de entusiasmo, en el cual el vocerrón1 de Ibraim y la voz femenina de Lopresti formaban las notas extremas, acogió las palabras del militar, que a fuer de sencillas y leales casi eran elocuentes. Bretón se levantó, y abrazando a su amigo le dijo: «Te admiro, Santiago... y te compadezco. Adiós, hijo mío. Señores, divertirse. Mi mujer me riñe si entro tarde».

Maturana reservaba en lo profundo del pensamiento sus opiniones: antes del discursillo de Ibero había reclinado su cabeza, haciendo almohada con los brazos en el respaldo de la silla, y se quedó dormidito, como una criatura a quien padres viciosos obligan a trasnochar.