Montes de Oca/6

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La enfermedad de Ibero no fue grave ni larga, y aún habría durado menos si llegaran las deseadas epístolas. En cambio de esta soledad del corazón, veíase mentalmente asaltado de continuas impresiones, pues los amigos le llevaban todo el fárrago de noticias que diariamente llegaban de Barcelona y de Madrid. El capitán D. Jacinto Araoz, que amaba a su superior como a un hermano, le ponía en autos de las graves ocurrencias, refiriéndolas con el calor que todo español pone en las cosas del procomún, principalmente cuando no le afectan ni mucho ni poco. En Barcelona, archivo de la cortesía según Cervantes, arca del liberalismo según los modernos, había estallado un motín. Decían los enemigos de Espartero que la trifulca era obra de Linaje. ¿Qué querían los revoltosos? Pedían, a juzgar por sus gritos, cosas muy buenas. ¡El Duque, la Constitución, nuevo Gobierno! La Reina y el General no se habían entendido en la formación del Ministerio ni en el programa de este, pues de un lado tiraban a que la nueva ley de Ayuntamientos, violación de un principio constitucional, fuese sancionada, y de otro a que no lo fuera. D. Baldomero se atufaba y anunciaba la dimisión de todos sus cargos; la Reina no sabía de qué lado volverse, pues los hombres civiles de valía no eran la fruta más abundante en el país. Todos resultaban enanos, medrosos, obedientes a la espada o bastón de quien había sabido mantener el uso exclusivo de estos emblemas de autoridad... El motín fue escandaloso, repugnante: ni los amotinados sabían hacer revoluciones, ni las autoridades el arte y modo de contenerlas. Ocurrieron desmanes vergonzosos, actos de estúpida crueldad; moderados y liberales se injuriaban o se agredían en medio de las calles. Ante los balcones de la residencia del Duque vociferaban los unos, y ante el carruaje de la Reina los otros hacían demostraciones ridículas. Hubo no pocas víctimas, algunas gloriosas; rasgos personales de caballeresca audacia, que contrastaban con el salvajismo de la soez multitud. Terminó al fin la jarana con prisiones y bandos, y el indispensable cambio de personas en los primeros cargos militar y civil.

Por variar, el mismo 18 de Julio estallaba en Madrid otro motín, y los pobres ministros no sabían a qué santo encomendarse. Todo lo arreglaban dimitiendo; con delicadezas y remilgos querían gobernar un país revuelto y desquiciado. Felizmente, la Milicia de Madrid supo cumplir, y todo se redujo a los himnos y vociferaciones de costumbre en calles y plazuelas, a los atropellos de gente pacífica por gente desalmada. Libertad pedían los revoltosos, y en nombre de este ideal acometían a las mujeres que llevaban galgas, o a los hombres que por su traza elegante ¡oh contradicción!, parecían enemigos del progreso. La tropa permaneció fiel a la disciplina; los ministros, pasado el peligro, acordaron que se cantara un solemne Te Deum para celebrar la paz. ¡Bonita paz nos daba Dios!... Lo más grave de todo, según el bueno de Araoz, era que Inglaterra y Francia, las dos potencias más poderosas y camorristas del mundo, tomaban partido en nuestras discordias, declarándose los ingleses por la libertad y Luis Felipe por la moderación. «Era lo que nos faltaba -decía el ingenioso capitán-: que las naciones extranjeras vinieran a enzarzarnos más de lo que estamos. ¡Vaya una paz que hemos traído, chico! Ya voy viendo que la mejor de las paces es la guerra, y que nunca están los españoles tan sosegados y contentos como cuando les encharcamos con sangre el suelo que pisan. Preparémonos para otra campaña, querido Santiago, la cual no veo clara todavía, pues no sé quiénes serán ellos ni quiénes seremos nosotros; pero entre media España y la otra media andará el juego. A prepararse digo, que aquí la paz es imposible, y si me apuran, desastrosa, porque el español ha nacido eminentemente peleón, y cuando no sale guerra natural, la inventa, digo que se distrae y da gusto al dedo con las guerras artificiales».

Poco interés ponía Ibero en estas cosas, pues para él guerra y paz, progreso y obscurantismo, se borraban en su mente ante el inmenso problema de que llegara o no la deseada carta. Corrieron días, y al anuncio de que la Reina saldría de Barcelona para Valencia, comenzaron atropelladamente los preparativos para la recepción. Llegó Su Majestad por mar, en un vapor mercante, y desde que fue avistado por el vigía, acudieron las tropas a formar en el Grao. Agregado a la sazón Ibero al Estado Mayor, debía escoltar a la Reina hasta su alojamiento, que era el suntuoso palacio de Cervellón. Desde muy temprano se agolpaba la multitud en el puerto. Desembarcó la Gobernadora, y las primeras aclamaciones con que fue recibida al poner el pie en tierra no revelaron un delirante entusiasmo popular. Ibero la vio en el momento en que al coche subía, oído el breve saludo de las autoridades, y quedó encantado de la gentil presencia de Cristina y de la incomparable gracia de su rostro. El mirar dulce, las lindas facciones, los hoyuelos que al sonreír se le hacían a uno y otro lado de la boca, le fascinaron. No había visto jamás mujer tan bonita, con excepción de una, de una sola, que por soberanía de amor no podía tener semejante. Y lo más extraño fue que entre aquella, la suya, y María Cristina encontraba misterioso parecido. No eran iguales el color del cabello ni el corte de la frente; pero la boca y singularmente los hoyuelos decían: «aquí estamos todos». Con tal semejanza y la impresión que hizo en él la Reina, cuya imagen llevó estampada en la mente mientras duró el trayecto del Grao al centro de la ciudad, tuvieron gran alivio las melancolías del buen alavés; casi estaba contento; veía rosados y luminosos los horizontes de la vida, que horas antes se le presentaban negros, y se sentía menos desconfiado y pesimista.

En el tránsito de las Personas Reales, las manifestaciones del pueblo resonaron débiles y frías. Habría querido Ibero más calor, más entusiasmo, que bien lo merecían los peregrinos hoyuelos y la seductora expresión de aquella sonrisa. ¿Qué importaba la insana preferencia de la Gobernadora por los moderados, si encantaba al mundo con su gracia hechicera...? Nuevamente vio el alavés a Su Majestad al parar el coche para recibir a las muchachas que le ofrecieron ramos, y mayor fue entonces su admiración de tanta belleza, y más vivo el sentimiento plácido que invadía su alma, algo como confianza en lo futuro y retoños de esperanza. Un cuarto hora después de la entrada de la Reina en Palacio, y hallándose Santiago en el cuerpo de guardia, se le acercó presuroso su asistente, y con voces de alegría confianzuda le dijo: «Mi Teniente coronel, ¡dos cartas, dos! Ahora mismo llegaron por el correo... Ahí las tiene. Y que no abultan poco».

Cogió las cartas Santiago, quedándose un rato como si no viviera en este mundo, y las guardó en el pecho para leerlas en la primera ocasión. Como una tarabilla continuó charlando con sus compañeros, a quienes no pudo ocultar la alegría que inundaba su alma. Todas las cosas tomaron risueño color a sus ojos: la oficialidad era más diligente en el servicio; los soldados ganaban en marcialidad y compostura; los generales estaban ya de acuerdo para dar patriótica solución a las graves cuestiones; los políticos de clase civil deponían su ambición y sacrificaban al interés público todo interés personal. ¡Y la Reina!... ¡oh!, ¡la Reina!... Al retirarse a su alojamiento, metiéndose la mano en el pecho para acariciar lo que pronto había de leer, se decía: «Esa mujer divina es quien os ha traído, adoradas cartas... Me parece poco llamarla Reina: es un ángel, una diosa...».

Las cartas no decían nada y lo decían todo. Traían las mismas dulzuras de otras, y las propias esperanzas. No fijaban el porvenir de un modo concreto, y esquivaban la cuestión capital; referían con gracia encantadora mil cosas de familia, y en medio de estas intimidades dejaban entrever el obstáculo que era la mayor tristeza del valiente militar. Luego expresaban el gozo de que hubiese terminado la guerra, y entonaban un himno a la paz. De la paz resultaría mucho bien, así a los grandes como a los pequeños. No bien las hubo leído Santiago, le asaltó el formidable tumulto de ideas para la respuesta; había tanto que decir, que difícilmente podría decirlo todo.

Días después, habiendo tomado el mando de Borbón (17 de línea), entró de guardia, y Su Majestad le convidó a comer. En su vida se había visto en trances de tanta etiqueta. El honor de la invitación le vanagloriaba, y el miedo de hacer un papel desairado le afligía; mas se tranquilizó pensando que para salir del paso bastábale su buena educación castiza, sus hábitos de caballero y militar. No necesitaba, pues, experiencias cortesanas, pues al soldado de temple no se la había de exigir un conocimiento prolijo de la vida social. Durante la comida, y en la breve recepción que la siguió, Su Majestad estuvo con todos amabilísima, y a cada cual supo decir un concepto grato. Distinguió a Ibero, consagrándole algunas palabritas más de lo que acostumbraba, y ellas fueron tales que el agraciado no pudo olvidarlas en mucho tiempo.

«Sr. de Ibero -se dignó decir la Reina-, se cuenta por ahí que anda usted terriblemente enamorado. Aunque me consta lo que usted vale, temo que una pasión tan fuerte le distraiga del servicio...».

-¡Señora!... -murmuró Ibero en el colmo de la turbación, trémulo como un niño, viendo de cerca los lindísimos hoyuelos que daban infinita gracia a la boca de Su Majestad-. Señora... yo... digo que el servicio de mi patria y de mi Reina es antes que todo.

-Si lo sé... Mientras más enamorados, más caballeros y mejores servidores de estas pobrecitas Reinas. Y qué, ¿no se piensa ya en casorio? No descuidarse, Sr. de Ibero. Ya, ya sé... me lo ha dicho Jacinta... Una huérfana, mayorazga. Son dos hermanas.


-Las dos de muchísimo mérito.

-Todo se arreglará. Cree Jacinta que todo irá por buen camino...

-La señora Duquesa de la Victoria -dijo Ibero, arrancándose con una audacia de pretendiente- podría interesar en mi favor a la familia de... a los señores de...

Bruscamente cambió de asunto Su Majestad, como herida de un recuerdo vago que anhelaba precisar.

«Me parece -dijo-; no estoy bien segura... paréceme que en la lista de ascensos a coronel que me han presentado ayer está el nombre de Ibero».

-Bien puede ser, señora -replicó el militar-: sé que el señor Duque me había propuesto.

-¡Coronel!... Lo habrá usted ganado bien.

-Deberé mi ascenso, más que a méritos míos, a la munificencia de Vuestra Majestad.

-Subir un escalón más en la milicia es cosa muy buena para los enamorados que desean casarse, pues cuanto más suben, más fácilmente ven a sus novias.

Oyó esto Ibero como un rumor lejano, pues atraían y fijaban toda su atención los hoyuelos jugando en derredor de la regia boca. Distrájose Cristina recibiendo el saludo del General D. Leopoldo O'Donnell y del regidor D. José Félix Monge, que entraron en aquel momento; cambió con ellos algunas palabras; volvió luego junto a Ibero, o más bien frente a él, y por despedida le dijo: «Señor teniente coronel, ¿a quién quiere usted que hable: al Ministro de la Guerra o a Jacinta?».

-A los dos, señora -replicó Ibero con una espontaneidad que al poco rato turbó gravemente su conciencia.

Al retirarse no tenía consuelo, y furioso consigo mismo se echaba en cara la grosería de aquella respuesta. «¡Qué gaznápiro me hizo Dios! -se decía-. Debí contestar de una manera fina, con gracia y modestia, no a lo bruto... ¡En qué estaba yo pensando! Di una respuesta egoísta, ambiciosa... una respuesta moderada».