Narváez/IX

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IX

Al pasar de nuevo por la casa de Miedes, vimos en la puerta a la tía Ranera, dentro de un círculo formado por otras vejanconas y unos arrapiezos de la vecindad. Con diligente afán cosía en la mortaja el pedazo de estameña que faltaba. «Está igual o pior -nos dijo-, y tan disparado del caletre, que discurre lo mesmo que un molino de viento. El médico ha prenosticado que si le repite el arrebato de pintarla de galán, poniéndose negro del golpe de sangre en la cabeza, en él se quedará como si le retorcieran el pescuezo... Ya ven los señores que me estoy dando priesa, y para tenerlo todo aparejado y que no digan, también he traído las velas... ¡Pobre señor! era el primer cristiano de la cristiandad, más bueno que San José bendito... ¡Vaya por lo que le ha dado ahora, al cabo de los años!... ¡Por enamorarse de la que llama la princesa Filipolida, que según dicen es una puerca, y viste a la similitú de las gitanas! Dios le lleve a su gloria, que bien se la merece, y perdónele aquesta ventolera, por no ser pecado, sino locura. No: no peca un hombre para quien fue siempre más amoroso el pergamino de los libros que el pellejo fino de mujeres, y a la suya propia, la Bibiana Conejo, que de Dios goza, no le decía jamás cosa denguna, aunque era tan limpia que se lavaba las manos con jabón de olor... así le trascendían a claveles... ¡Y el que despreció a la que tan bien golía, como que se mudaba los bajos cada semana, y de camisa siempre que bajaba a la villa, que entonces vivían en Bochones, ahora se trastorna por una que anda como la Madalena, hermana de unos tales vagamundos... que según dicen, no se puede entrar a ellos, porque el fetor de cuadra da en la nariz!... ¡Lo que una vede, Señor! Y era tan simple mi amo y tan arrebatado de su caridad, que toda la despensa de casa, donde siempre hubo de cuanto Dios crió, verbigracia, cebollas, pan y vinagre, iba a parar al Castillo, y aquí están estas mis encías con telarañas para dar testimonio de las hambres que pasé... Pero, al fin, esos diablos de los infiernos se han ido ya, y mi Don Ventura subirá esta noche al Cielo, donde le darán su puesto entre la sinfinidá de arcángeles. Váyanse ya tranquilos los señores a su casa, y díganle a Doña Librada que mi amo es concluido. Ahora quedaba porfiando que ha de volverse mozo, y entre el albéitar y D. Juan el cura no lo podían asujetar... Luego entrará en la agonía, y por mucho que tire no ha de pasar de las diez de la noche. Vaya por él y su descanso este Padrenuestro... «Padre nuestro...». Rezaron todos, viejas y chiquillos, y mi mujer y yo nos retiramos angustiados ante tan aterrador ejemplo de la miseria humana. A la mañana siguiente, supimos que el buen Miedes había expirado al filo de media noche. Fuimos a misa todos los de casa, y mi madre dispuso costearle el entierro y funeral.

Difícil me será explicar la pena que sentí en los días siguientes, no sé qué vacío en mi alma, como si la desaparición del sabio me afectara más de lo que lógicamente correspondía, un desconsuelo de lo pasado fugitivo, un temor de lo futuro incógnito. Mi mujer, restablecida en su equilibrio nervioso, ocupábase con mi madre en formar lista y presupuesto de las limosnas que habíamos de repartir en el pueblo y sus arrabales, como tributo reclamado a nuestra sobrante riqueza por la necesitada humanidad, con lo que satisfacían nuestros corazones un generoso anhelo y se cumplía la ley de nivelación económica, o al menos poníamos de nuestra parte la intención de cumplirla. Intacto estaba el repuesto de onzas que habíamos traído de Madrid, y ante tales tesoros lanzábase mi madre con grande espíritu a los más atrevidos cálculos de caridad, reflejando en su rostro todos los esplendores de la Bienaventuranza. «Gracias doy a Dios -nos dijo una mañana la santa señora, viendo a mi mujer muy afanada en escribir los listines de limosnas-, por este favor inmenso de veros socorrer delante de mí tanta miseria, y os juro que no gozaría más si lo hiciera yo misma con mi hacienda propia. No hay vida más ejemplar que la del que cultiva los campos, porque toda ella es sacrificio y paciencia, de que no tenéis idea los ricos que vivís y triunfáis en las ciudades. Mala es hoy la condición del labrador rico, agobiado de contribuciones y gabelas, y expuesto a que se lo coman, al menor descuido, los viles usureros; pero la del labrador pobre, que apenas saca para el sostén de su familia y animales, es mucho peor, como que vive de milagro; y nada quiero deciros de los que no poseyendo más que sus cuerpos se atienen a un jornal, cuando lo hay, que estos son como esclavos propiamente».

La idea que expresó María Ignacia de socorrer a los que habían perdido sus cosechas por el pedrisco, entusiasmó a mi madre, hasta el punto de saltársele las lágrimas. «Bendito sea tu corazón piadoso, hija mía, y el tino que tienes para todo -le dijo-. No podías pensar cosa más acertada... Poned, pues, en la lista a los infelices que en aquella calamidad perdieron su esquilmo; pero no debéis olvidar a otros tan desventurados como aquellos, o más, si me apuran; que si malo fue el pedrisco que presenciasteis y que quitó la vida a nuestro pobre D. Ventura, peor fue la horrible seca de este año, la cual asoló tanto, que muchos no pueden llevar a las eras más que un puñado de espigas. Yo que les conozco a todos, os diré cómo habéis de hacer la distribución, para que no queden desigualados en el beneficio y sea el socorro conforme a necesidad. A los que perdieron sus patatales y el sembrado de judías y menudencias, les asignaréis doblón de a cuatro, o doblón de a ocho, según tengan más o menos familia de hijos y animales... De todo este contingente puedo yo daros razón... Y a los que no trillan, por causa de la sequía, ni un tercio de su cosecha, les señalaréis a onza por barba. ¡Ay, hijos míos, no conocéis del campo más que las galas con que se viste por estos meses! Quedaos por acá y veréis la cara que pone cuando se desnuda de todas las alegrías verdes y se recoge para preparar las fatigas del año próximo. Ya habéis visto que el invierno asoma el hocico por los altos de Sierra Pela. Los hogares ya quieren lumbre, y los cuerpos echan mano de cualquier trapajo para abrigarse. Pues imaginad qué días esperan a esa pobre gente que no tiene trigo para pan, ni patatas, ni dinero con que proveerse de ello. Dios que no abandona a sus criaturas, si mandó sequía y granizo para probar la conformidad de estos pobres esclavos del terruño, os mandó luego a vosotros, hijos míos, para traer el remedio, y seréis el uno el arco iris que aparece después del Diluvio, la otra la paloma que viene con el ramo de oliva en el piquito».

Paloma y arco iris nos pusimos a formar la nueva estadística con los datos que nos daba mi madre. Otra tarde nos dijo: «También en el pueblo tenéis dónde emplear lo mucho que os queda, pues los telares están parados, y los abarqueros y curtidores no saben de dónde sacar una hogaza. La miseria proviene de estas modas malditas que traen ahora trastornados a los pueblos, y de las muchas telas que aquí llegan, falsas como Judas, tejidas como telarañas, pero lucidas a la vista, y baratas, eso sí, con una baratura que desvanece a los tontos y aburre a nuestros tejedores. ¡Vaya unos lienzos indecentes que nos traen, y unas estameñas y unos tartanes que mirados al trasluz, parecen cedazos! Pues los montereros también andan de capa caída. Ahora salen estos brutos con la tecla de que las monteras de pellejo, para diario, no son elegantes, y algunos se cubren las chollas con esos buñuelos de paño que vienen de las Provincias... Y habéis de ver a las chicas vistiendo ya por la moda de Madrid, con esas indianas de a dos reales la vara, y esos pañuelos de listas que hasta parece que no visten, sino que desnudan...».

Como allí nos sobraba el dinero, y no temíamos ulteriores escaseces, pues mi próvido suegro ya nos anunciaba nueva remesa, abrimos gallardamente la mano, y fuimos como benéfico rocío que derramó algún consuelo sobre las entristecidas almas. Mas era tal el ardor que ponía mi buena madre en aquellas empresas de caridad, que mientras más dábamos, mayores larguezas nos pedía, como si el ejercicio del bien llevase a su noble alma del entusiasmo a la embriaguez. «Ya podía tu padre -dijo a María Ignacia-, mandaros un par de mulas cargadas de onzas para que os decidáis a edificar aquí el convento de monjitas de que me habló Catalina en sus cartas. Tan apagada está la cristiandad en este pueblo, que nos hace falta un instituto religioso que avive el fuego de la fe. ¡Ay, qué bien nos vendría un convento para la enseñanza de niñas, donde estuvieran desde los cinco años hasta que saliesen para casarse, aprendiendo todas las labores, y bien guardaditas del melindre de novios, cartitas, bailoteo y demás perdición! Andan las muchachas aquí tan desenvueltas, que esto parece un rincón de Madrid, y las de buen palmito no piensan más que en retratarse cuando recala por Atienza alguno de esos que traen maquinilla del garrotipo, con las que sacan unos retratos que se miran a contraluz para ver lo blanco negro y lo negro blanco. Y mocosas hay que hasta llegan a decir que les gusta el café, y lo toman si se lo dan. Otras... tú las conoces... han aprendido a ponerse el peinado de tirabuzones, que es una indecencia, con aquellos mechones colgando; y algunas... pongo por caso, las de Cuadra y las de Aparicio... mandan traer de Madrid corsés como el tuyo, de los que sacan el pecho... cosa impropia de solteras. Este pueblo no es conocido. Me acuerdo de la villa de mi juventud, y me parece que han pasado siglos, o que la humanidad se nos ha vuelto loca».

Con estas cosas y la satisfacción de hacer el bien a tanto desvalido, íbamos pasando los días de Atienza, que ya comenzaban a ser un poquito enojosos. Expirante Septiembre, se descolgaba de la sierra, por las tardes, un vientecillo enteramente soriano; crecían las noches; descargaban a menudo copiosas lluvias que nos privaban del paseo, y pronto nos haría la nieve sus primeras visitas. Preparados estaban ya los hogares, limpias las chimeneas y apilada la leña que pronto habríamos de quemar si no buscábamos mejor otoño en tierra templada. La casa patrimonial, donde tan alegres habían transcurrido los días y las semanas, ya se llenaba de una vaga tristeza, que hacía más obscuros sus anchos aposentos, más bajas las techumbres, que casi se ponían a la altura de nuestras cabezas, más negro el maderamen de las pesadas puertas. Por los resquicios de las tuertas ventanas, avaras de luz, se colaba con insolencia el aire frío; a media tarde teníamos que subir a tientas para no tropezar en la escalera; los cortinajes nuevos con que mi madre había decorado nuestro aposento, se trocaban en fúnebres colgaduras, y las imágenes de Vírgenes y Santos nos ponían el ceño adusto, o se asombraban de vernos allí.

Hube de fijarme entonces en un accidente de mi casa que en todo el verano no mereció mi atención, y era el ruido, o más bien concierto de ruidos que hacían las diferentes puertas del vetusto edificio al ser abiertas o cerradas. Cada noche observaba yo un nuevo rumor o musical concepto, ya como lastimero quejido, ya como frase de angustia o sorpresa, y aplicando el oído y la imaginación, concluía por dar un significado verbal a sones tan extraños. Por entretenernos en algo en las lentas noches, comuniqué mis observaciones a Ignacia, y apoderada esta de lo que tanto era artificio de la mente como realidad sonante, oyó más que yo, y compuso todo un poema con los ruidos de las viejísimas tablas de mi casa solariega. «La puerta del comedor, siempre que entra alguien, dice: «¡ay, ay, ay!, ¿cuándo os cansaréis de abrirme?...» y la de la despensa: «Dejadme morir cerrada...». Pues fíjate en los peldaños de la escalera cuando sube Úrsula, que es de libras... Dicen: «Muero porque no muero». Y cuando baja Prisca, que corre como una rata, hablan en lenguaje familiar. Yo lo oigo así: «Pues aquí venimos los frailes gilitos vendiendo cabritos...». Pon atención y oirás lo mismo que oigo yo...

«Pepe, Pepe -me dijo Ignacia una noche cuando desperté del primer sueño-, fíjate en ese ventanón que han dejado abierto en el desván. El viento lo mueve, y al abrirse canta el primer verso de la jota... atiende y oirás: 'Hay en el mundo una España...' luego se cierra con un golpe, pum, al cual sigue un ruido muy suave, algo así como el de las chupadas de un niño cuando coge la teta». Puestos a oír, oíamos verdaderas maravillas. La puerta del comedor hablaba en griego y en latín, y decía cosas de la misa para echarse después a reír con alguna frase desgarrada, más propia de boca de manola que de una venerable puerta de casa ilustre; la que comunica el comedor con la pieza donde están los armarios de ropa decía: «Madre, unos ojuelos vi», y los armarios remedaban rezos de monjas, ronquidos de durmientes, pregones como el «¡De Jarama, vivos!» que tanto habíamos oído en Madrid...

Llegamos a componer el completo inventario de estos domésticos ruidos, con música y letra; y como alguna noche nos molestase tanta música, nos atrevimos a decir a mi madre que mandara untar de aceite los mohosos goznes para que callasen, o fueran más silenciosas las parlantes y cantantes puertas. Pero ella, sonriendo con la dulce severidad que empleaba siempre que se veía en el caso de negarse a darnos gusto, nos dijo: «Por Dios, hijos míos, no me pidáis que suprima los ruiditos de mi casa, que si ella no me cantara con el son de sus puertas y el estribillo de sus gonces, me parecería que pasaba de casa viva a casa muerta. Con esos ruidos melancólicos, que me cuentan cosas del presente y del pasado, me crié, y con ellos quisiera morirme. En ellos oigo la voz de mis padres y de mis hermanos, la de mi tío Anselmo, corregidor que fue de Guadalajara. Amigo íntimo del Empecinado y de D. Vicente Sardina, nos refería las palizas que estos daban al General Hugo. También me traen a la memoria esos murmullos la voz de mi abuela, cuando a mí y a mi hermana nos contaba las fiestas que dieron en el Retiro por el casorio de Doña Bárbara con Fernando VI; la voz de mi padre ¡ay! una tarde, cuando, sentaditas mi madre y yo en este mismo sitio desgranando judías, entró y muy afligido nos dijo que le habían cortado la cabeza al Rey de Francia. Esto fue el año 93: la noticia de tal atrocidad llegó a nuestra villa el día de San Blas: ya veis si tengo memoria... Con que, no matéis los ruidos, y dejadme mi casa como está... No seáis, por Dios, tan modernos».