Narváez/XIII

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XIII

17 de Mayo.- No me preguntéis nada de cosas públicas, ni aun de la expedición militar que ha salido ya para Italia. Todo lo ignoro, y lo que traen a mi oído derecho los amigos cuenteros y parlanchines, o el bullicio de las calles, no tardo en arrojarlo por el izquierdo hasta dejar mi caletre vacío de cuanto no pertenezca a mis personales intereses y cuidados. He tenido a mi mujer muy malita. ¡Qué días, qué cinco semanas de mortal ansiedad! En mi sobresalto y tribulación temí que no sólo perdiéramos el fruto, sino el árbol. Gracias a Dios, vimos felizmente resuelto el infarto de la garganta y cuello con alarmantes manifestaciones de erisipela... Dejadme que respire. Ya la tenemos completamente bien: el mundo recobra su alegría. Yo le digo a María Ignacia que Dios está resueltamente de nuestra parte; ella se ríe y me contesta, barajando la fe con el escepticismo: «Acá para entre los dos, Pepe, yo pienso que Dios me ha de conceder... ya sabes qué... el tener felizmente a nuestro hijo, pues ya que me negó tantas cosas buenas que otras poseen, esta me la tiene que dar. Si no, no sería justo... Aunque... vete a saber si es justo. Yo voy creyendo que no lo es, y que su principal atributo es la injusticia, al menos lo que por tal tenemos de tejas abajo, y que es quizás... la sublime esencia de la justicia. En fin, chico, lo que quiera Dios ha de ser, y, como dice tu madre, venga lo que viniere, siempre tendremos que dar gracias».

Así en la enfermedad como en la convalecencia y franca mejoría, se redoblaron los mimos que a María Ignacia prodigamos todos, y por mi parte, a más de renovar ante ella la declaración y juramento de fidelidad que como esposo le debo, le sometí y entregué mi lícita libertad, que tal fue el compromiso de alejarme sistemáticamente de todo lugar donde pudiera presentárseme ocasión pecaminosa. Con ello no hago, en realidad, gran sacrificio, porque de tal modo embarga mi voluntad el indescifrado misterio de la sucesión, que al presente nada me solicita fuera de mi casa, y me sorprendo de encontrarme desalentado y glacial ante personas que el año anterior me sacaban fácilmente de quicio. Desde mi regreso de Atienza, he visto más de una vez a Eufrasia, en su casa, en las ajenas, en el teatro, en la calle. En nuestras primeras entrevistas, encareció sin ironía mis virtudes, incitándome a persistir en ellas. En Febrero último, un casual incidente nos aproximó y puso en soledad con tan tentadoras circunstancias, que el no desmandarme habría sido, más que honradez, santidad. Por fortuna, la presteza con que acudió la manchega a la corrección de mi atrevimiento, nos salvó a los dos, acreditando su virtud más que la mía. Desde entonces nos hemos visto poco y sin ocasión de largas explicaderas. Me han dicho que en su casa, donde politiqueaban el año anterior los disidentes de la situación moderada, cabildean ahora los enemigos más obscuros del régimen. No sé qué hay de verdad en esto, ni me importa.

De Virginia y Valeria debo decir que cada una tiene de novio a un capitán... Por extraordinario efecto de reflexión de lo femenino a lo masculino, los dos novios me parecen un capitán solo. Ya no bromean conmigo las dos chiquillas, ni yo, respetándome y respetándolas, me permito jugar con ellas a los amorcitos. Sé lo que debo a la sociedad, a los amigos y a mí propio: siento en mí la saludable invasión anímica de la sensatez; como árbol magnífico que soy, plantado en el suelo de la patria, me duelen las raíces al menor movimiento de mi tronco... Noto en mí un sentimiento nuevo, la alegría de la corrección, porque nace entre las vanaglorias de una vida llena de ventajas y dulzuras del orden material. En la cúspide de mi sensatez, pirámide que tiene por base mi sólida posición, afirmo de nuevo que la renuncia que hice a María Ignacia de mi asistencia a reuniones mundanas, no es en realidad un sacrificio muy meritorio, pues en muchos casos no iba yo a ciertas casas más que a medir la longitud y latitud de mi aburrimiento. Tan sólo echo de menos la tertulia de María Buschental, cenáculo de hombres presidido por una mujer encantadora, de sutil ingenio. Allí van mis mejores amigos; allí se habla de lo divino y lo humano con deliciosa libertad, y se lleva puntual cuenta y razón de las flaquezas cortesanas que ofrecen interés por andar en ellas los poderosos, pues las flaquezas de los pequeños a nadie interesan; allí se hace la exacta crítica de las cosas públicas, harto más sincera que la de los periódicos, porque las causas y móviles de los hechos, comúnmente reseñados con falaz criterio por la Prensa, salen de las bocas vestidos y armados de la refulgente verdad... Espero que en cuanto rebasemos la formidable línea de la sucesión, recabaré de mi bendita esposa que, a cambio de otras concesiones, me dé de alta en el amenísimo conciliábulo de la calle del Príncipe. Por hoy, me resigno a no tener más sitio de esparcimiento y charla que el Teatro de Oriente (convertido en Congreso, mientras se concluye la nueva Cámara de los Comunes), aunque allí, como dice Salamanca, tiene uno la desdicha de encontrar siempre a todas las personas que le cargan.

29 de Mayo.- Pongo en conocimiento de la Posteridad un importante suceso. Ayer estuvo en casa mi amigo Eduardo San Román con esta comisión: «Vengo de parte del General Narváez a llevarte a su presencia... No te asustes: desea conocerte». Sorpresa y confusión: esta sube de punto cuando agrega el simpático emisario que no se trata de concederme audiencia, por otra parte no solicitada, ni de una entrevista ceremoniosa: será una simple presentación de confianza, por la mañana, cuando el General, no vestido aún, o a medio vestir y quizás tomando chocolate, recibe a sus amigos más íntimos. Francamente, no entraba en mi cabeza que con tan primitivas formas de llaneza me llamase y recibiese D. Ramón a mí, para él desconocido, o apenas conocido de nombre. Llegué a creer que San Román me daba una broma; pero con tal seriedad insistió en su mensaje, que hube de tenerlo por verídico. Pensando que me hallaba en vísperas de una singular emergencia, me dije: «¿Qué es esto? ¿Para qué me querrá el dueño y árbitro de los destinos de la Nación?... No puede ser para ofrecerme un acta en elección parcial, que de esto se ocupa Sartorius... Para reñirme no ha de ser, porque en nada le ofendí, y no soy su subordinado... ni para darme las gracias, porque ningún servicio me debe...». En fin, pronto saldría de confusiones. Convine con Eduardo en que nos reuniríamos en casa, por hoy, a la hora que él designara.

Por la noche, mi mujer y yo apuramos hipótesis y conjeturas para dar con el quid de tan extraña cita, y en el giro de nuestra charla, hablamos de mi presunto introductor San Román, en quien reconozco a uno de mis mejores amigos. Soldado de pluma más que de espada, sus notables escritos de Arte Militar le han valido el entorchado de plata. Es quizás el brigadier más joven del ejército, y en política no anda ciertamente a retaguardia: D. Ramón le ha hecho diputado por Loja, su pueblo, que es como hacerle de la familia... La tenaz adhesión de nuestro pensamiento a la persona del guerrero de Arlabán, nos llevó a recordar la carta inédita, inconcluida y sin curso del pobre Miedes, que de Atienza trajimos y conservamos como oro en paño en recuerdo de nuestro bondadoso y trastornado amigo.

«Mira tú -dije a María Ignacia-, que sería muy gracioso entrar yo a la presencia de Narváez saludándole con el dictado de Buey liberal, que según Miedes es la fórmula sintética de su carácter.

-Gracioso sería, sí... ¡Lo que tardaría el hombre en tirarte por las escaleras abajo!

-Como no dispusiera que me agregaran a la primera cuerda que salga para Filipinas...».

Bromas aparte, no llegué sin temor, esta mañana, a la Inspección de Milicias, morada del General cuando es Ministro Presidente. La idea que todos los españoles, con razón o sin ella, han formado de la fiereza del personaje, justificaba mi vago recelo, que San Román cuidó de disipar asegurándome que no debía temer ningún arranque iracundo, porque el león, no tan fiero como se le pinta, sólo echa el zarpazo a los subalternos que no cumplen su deber. Entramos, y en una estancia nada elegante, que más bien parecía cuerpo de guardia, vi que hacían antesala unas cinco o seis personas, algunas de las cuales conocía yo. Eran D. Juan Gaya, Administrador de la Imprenta Nacional y Director de la Gaceta, mi jefe un año ha, hoy Diputado por la Seo de Urgel (¡Cielos, apiadaos del inocente Cuadrado, mi compañero de oficina!); el corpulentísimo D. José María Mora, Diputado por un distrito de Alicante y oficial en Gobernación, y el de tenebroso entrecejo y desapacible rostro Don Claudio Moyano, Rector de la Universidad. Además vi a uno que me pareció periodista, cara que conozco mucho, mas el nombre se me ha ido de la memoria... Mientras yo saludaba a mi antiguo jefe en la Gaceta, y le proponía que trabajásemos juntos para traer de su destierro al sin ventura Cuadrado, desapareció Eduardo San Román. Al poco rato le vi volver con un ayudante, y ambos me llevaron afuera, como quien desanda lo andado, y luego me condujeron por un pasillo con dobleces que no parecía sino un rompecabezas. Al término de esta caminata, entramos en un aposento grande, todo claridad, donde lo primero que vi ¡Dios me valga!, fue la propia persona del Túrdulo D. Ramón Narváez en mangas de camisa. Entrar yo por aquella puerta y salir él de otra frontera, con vivo paso, mirar fiero y arranque impetuoso, que me dio la impresión de un toro saliendo del toril, fue todo uno. Quedeme parado a pocos pasos de la puerta sin saber qué hacer, ni a dónde volverme, ni a quién saludar. Por un momento dudé que fuera el Duque de Valencia quien de tal modo me recibía. Mis introductores, no menos perplejos que yo, se pararon también en firme junto a mí, a punto que el General, en medio de la estancia, gritaba como quien da la voz de mando en lo más comprometido de una batalla: «¡Bodegaaa!

-Mi General -dijo el ayudante-, yo le llamaré.

-En el pasillo se cruzó con nosotros cuando entrábamos», balbució San Román, señalando al ayudante la dirección que tomar debía.

Narváez, gritando nuevamente «¡Bodega!» reforzaba su exclamación con el repique de una campanilla que cogió de la mesa y agitaba en su mano. Después se volvió hacia mí, y secamente, sin dar espacio al saludo que inicié, me dijo: «Dispense usted, pollo». Al poco rato, como si la presencia de un extraño calmase su furia, aplacó los gritos, y no hacía más que sacudir la campana, diciendo por lo bajo: «Este Bodega me va a quitar a mí la vida». De pronto entró el ayudante, y tras él un criado como de cincuenta años con un servicio de chocolate. Lo mismo fue verlo Narváez que le tiró la campanilla con toda la fuerza de su brazo, diciendo: «Ahora te lo tomas tú, arrastrado... que ya con tu cachaza me has quitado la gana... ¡Si me tienes podrida la paciencia!... Que te lo lleves, te digo... ¡Qué no lo tomo, ea, que no lo tomo!».

Cayó la campanilla a los pies del criado, el cual, imperturbable, como si creyera en conciencia que de su enrabiscado señor no debiera hacer más caso que de un niño, dio con el pie al proyectil que este le había lanzado, y siguió su camino rodeando la pieza hasta dejar el servicio en una mesa próxima a la ventana. Yo había oído hablar del famoso Bodega, del viejo soldado, compañero y servidor del General en la guerra, y ahora su ayuda de cámara y mayordomo; pero no le había visto nunca. Encontrele alguna semejanza con el gran Miedes, la cual, si muy vaga en la fisonomía, más acentuada en la traza y estatura, salva la diferencia de edad, era exactísima en los pies, grandes, juanetudos, como los del sabio celtíbero, marcando bajo el paño de los zapatos bultos como nueces. Pues el fiel servidor, mudo y flemático, sin precipitarse en sus movimientos, luego que dejó el chocolate en la mesa, cogió el chaleco, y alzándolo en ambas manos, hizo un movimiento semejante al del banderillero cuando cita al toro y le muestra los palillos que ha de clavarle. Narváez arrojó sobre su asistente una mirada de indignación, y llegándose a él dio media vuelta y se dejó meter los brazos por los agujeros de aquella prenda. Luego se abrochó de prisa, y antes que Bodega trajera la levita le echó otra rociada: «Te digo que te lleves ese menjurje. He dicho que no lo tomo ya. Llévatelo, o te lo tiro a la cabeza». Bodega, sin la menor alteración en su rostro, que parecía de palo, puso a su amo la levita; el General, volviéndole la espalda, se la ajustó con un nervioso estirón del paño sobre la cintura; luego palpó y aseguró su peluquín, que con los berrinches parecía desviarse un poco. Retirose Bodega con la tranquilidad del justo, sin cuidarse de obedecer a su señor en lo de llevarse el desayuno, y el Duque, al verle salir, le flechó de nuevo con una mirada de odio; después dirigió otra de desdén al chocolate; por último, volviéndose a mí, me señaló un sofá, a punto que él también se sentaba, y me dijo: «Dispense, pollo, que le reciba con esta confianza... Voy a decirle con qué objeto me he tomado la libertad de llamarle...