Narváez/XVI

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XVI

31 de Mayo.- Asistido de mi excelente memoria pude contarle a María Ignacia los varios incidentes y dichos de mi conferencia con Narváez. No se contuvo mi mujer en el asombro que tan interesante visita debía de causarle, sino que se divirtió grandemente oyéndome referir los pasajes cómicos, y se rió con ellos como en la representación de un gracioso sainete. «Por lo que cuentas -me dijo-, pienso, como tú, que le falta un resorte, y es lástima que un hombre de tan buenas prendas no las tenga completas y bien ordenadas. Pero se me ocurre una cosa, Pepe. Dios le negó a D. Ramón el resorte o clavija para concertar la voluntad con la inteligencia; pero le ha concedido a Bodega, que viene a ser como clavija suplente, que hace las veces de la que falta. Me parece a mí que España estaría gobernada con perfección si el Duque fuera ejecutor de lo que pensara y dispusiese el Bodega... ¿No crees tú lo mismo?».

Hablamos aquella noche y al siguiente día de lo que Narváez llamaba conspiración en casa de Emparán, y convinimos en que, si no formal conjura, hay un exceso de comidillas que pueden ocasionar algún disgusto. Me ha dicho Ignacia que delante de ella suspenden la conversación o varían de tema. Como en mi presencia no se habla tampoco de Narváez y sus Ministros, resultamos mi mujer y yo en una especie de aislamiento político dentro de la familia. Don Feliciano, en puridad, parece curarse poco de las hablillas de sus amigotes, o no les da importancia real, como hombre que llegado al colmo de sus ambiciones, bien cubierto el riñón, vive persuadido de que con unos y con otros siempre ha de estar a flote. Que personalmente no patrocina aventuras, bien a la vista está. Es absolutista furibundo, cimentado en el pedernal de la religión, más que por la pura fe, por la tenaz creencia de que las artes de Gobierno se derivan del dogma, y de que la potestad civil y la divina son dos brazos de un solo cuerpo. A pesar de esto, no se lleva mal con lo existente, ni apetece variaciones que podrían traernos un estado peor. Su gran riqueza es la consejera de su inestabilidad, y le inspira el prudente sistema de poner toda cuestión política en manos de Dios. «A lo que el Señor disponga debemos atenernos -es su lema-. Ni se mueve la hoja en el árbol sin la voluntad celeste, ni los titulados gobernantes disponen cosa alguna que no venga de lo alto». Esta filosofía, adoptada por mi ilustre suegro en la plenitud de sus materiales provechos, es de lo más práctico que han ideado los hombres.

Por picar en todo, de Eufrasia charlamos mi mujer y yo. Indudablemente, la conjura que trae tan desasosegado al bueno de Don Ramón es la de casa de Socobio, no la de la nuestra. Por algo que María Ignacia ha oído a su tía Josefa, hemos podido traslucir que los hilos de alguna tramoya palaciega pasan por los dedos de la dama moruna y rematan en su conciliábulo, viniendo sólo al nuestro alguna ramificación secundaria. No puedo menos de abominar del politiqueo de las mujeres, sacando a relucir el ejemplo de mi cuñada Sofía y de otras de igual laya, que con sus hombrunas aficiones dan a todos de cara y sirven de fácil asunto a los escritores satíricos. Dijo a esto mi sabia esposa que no es Eufrasia una marisabidilla o politicómana a estilo de Sofía, pues su talento la preserva de caer en tal ridiculez. Las intrigüelas de la Socobio no la privan del encanto femenino, ni su natural instinto de toda elegancia la permite incurrir en afectaciones que destruyen la gracia. Y acabó exhortándome (fórmula donosa del mandato) a que me abstuviese de acercarme a la tal sirena (monstruo medio mujer, mitad merluza), pues corro el peligro de que sus cantos armoniosos y pérfidos me arrastren a algún escollo del que no pueda salir, o tengan que sacarme sabe Dios cómo.

3 de Junio.- Por accidente natural de lo que llamo cacerías de hechos y pesca de personas, vino a caer anoche en nuestras manos el Padre Fulgencio, por todos muy nombrado, de pocos conocido. Veréis lo que pasó. Fui a Gobernación a visitar a Sartorius. Por la noche, una vez solos, le faltó tiempo a mi cara esposa para decirme: «¿No sabes, Pepillo, quién ha estado aquí esta tarde? Pues el Padre Fulgencio. No lo tomes a broma: el celebérrimo escolapio, confesor de monjas, confesor de reyes... Asómbrate, chico: dijo que sentía tanto no verte... que la fama de tu talento le ha despertado la curiosidad, y que desea echar un párrafo contigo. Mis tías no sabían qué hacerle. Por poco le ponen un cirio a cada lado del sillón donde estaba sentadito... Antes que se me olvide: tantas flores quiso echarme el hombre, que ya me apestaba. Que soy modelo de esposas, modelo de hijas y modelo de no sé qué. Le consta que Dios se ocupa mucho de mí, y que tiene muy bien arregladitas todas las cosas para mi felicidad... Ha dispuesto Su Divina Majestad que yo te dé sin fin de hijos, y que todos ellos sean muy buenos, pero muy buenos, alguno santo. Ya ves qué gloria para ti y para mí... Pues te aseguro que nos hemos equivocado de medio a medio, chico, y la idea que teníamos del Padre no concuerda ni poco ni mucho con la realidad. Recordarás que nos lo figurábamos como uno de esos frailachos sin educación, puercos, zafiotes, de esos que hablando contigo, a lo mejor te sueltan un eructo, sin más precaución que ponerse la mano en la boca en el momento de darlo a la luz. Ni es tampoco viejo, sino así, entre-joven; ni es sucio, Pepe; antes bien, me ha parecido que se rocía la sotana con aguas olorosas... Como lo oyes: no te rías. Su rostro es más bien guapo que feo, dentro del tipo de guapeza propio de curas, que es muy distinto de la hermosura de hombres... ya me entiendes. Los ojos son negros y listos, la tez bastante morena, y el habla... ¡ay, hijo! el habla fue lo que más me sorprendió, pues nosotros nos lo figurábamos con una voz muy bronca, como de castellano cerril o vizcainote medio salvaje, y resulta que es andaluz, que cecea un poquito, y con su miajita de gracia y aquel. No habló más que de temas de religión pura, sin mezcla de política, y de personas religiosas. ¡Ah!... se me olvidaba lo mejor: mis tías le preguntaron por tu hermana... Sabrás que de Talavera tratan de mandárnosla otra vez acá, porque no le prueba aquel clima, ni las franciscanas de Madrid se pueden pasar sin su dulce compañera. Vuelven todas las palomas dispersas a juntarse en su nido... ¡Ay! si yo fuera Reina, si yo fuera Narváez y Bodega reunidos, ¿sabes lo que haría? Plantar en la calle a todas las monjas, y suprimir la vida de claustro. La que quiera dedicarse a rezar por los pecadores, que rece en su casa. ¡Mira que llamarlas esposas de Jesucristo! ¡Qué indecencia! ¿Cuándo tuvo el Redentor esposas, ni mentó para nada estos casorios? ¿Ni qué falta le hacen a Dios estos coros de Vírgenes flatulentas, aburridas y desaseadas?... ¡Ay, si mis tías me oyeran! Creerían que me he vuelto loca... Pues algún día, cuando yo acabe de perder la vergüenza, pues hasta hoy no la he perdido más que para ti, les diré que el Señor no puede estar conforme con tanta virginidad, ni estimar a las doncellas más que a las casadas. ¡A dónde iría a parar la Humanidad si todas nos quedásemos para vestir imágenes! ¿Nacen o no nacen las criaturas? Pues si nacemos, claro es que tiene que haber madres, ¡y lo que es madres vírgenes...! No se sabe más que de una, María Santísima... Con que, sin mamás y papás, ¿cómo ha de haber mundo y personas?... Pero dejemos esto, y sigo contándote que el Padre Fulgencio tomó chocolate, no sin hacer antes muchos repulgos con su boquita, los cuales no acabaron hasta que entró mi tía Josefa con la jícara y bollos, diciendo: «Hágalo por penitencia, Padre, y si es exceso, cárguelo a nuestra cuenta». Bueno: pues ni la más ligera alusión a las cosas de que hemos hablado nosotros, hizo el escolapio, acreditándose así de hombre ladino. Si yo no hubiera estado presente, ¡sabe Dios...! En resumidas cuentas, el D. Fulgencio no me resultó antipático. El será un peine, como dicen que dijo Narváez en casa de la Generala Córdova; pero lo que es en visita, nadie verá en él más que un pobre gaznápiro correctito, bien criado, insignificante. Se fue a las seis, repitiendo sus plácemes y cucamonas al despedirse de mí».

La visita del famoso escolapio solo sirvió para que María Ignacia conociera su facha, modos y habla dengosa. De lo interno, nada. «Fue -me dijo, expresando gráficamente lo incompleto de su observación-, como si me presentaran un libro de Historia escrito en lengua desconocida y con estampas. No comprendí nada del texto. Contentéme con ver los monigotes».

4 de Junio.- A mí viene mi nunca bastante ensalzado suegro, y me manifiesta que seré pronto diputado en elección parcial. Aunque harto estaba yo de saber lo que se urdía, híceme de nuevas, para que el señor de Emparán pudiera darse el lustre de su protección y de mi agradecimiento. Desde Abril venía mi hermano Agustín trabajando a la calladita con el Conde de San Luis este negocio, y elegida entre las dos vacantes la de Tolosa, no necesitó más el Gobierno para ver en mí una firmísima columna del Régimen. A fines de Mayo, sólo faltaba el exequatur de los cacicones, diputados por Vizcaya, Guipúzcoa y Álava, que poseedores de toda influencia en las tres provincias, tienen hecho un pacto fraternal con visos de masónico, por el cual mandan ellos solos dentro de aquel país, con cierta independencia del mangoneo ministerial. Para obtener el pase o conformidad de estos reyezuelos de taifa, solicitó mi hermano la mediación de mi suegro, según este me dijo al referirme las dificultades vencidas. Habló, pues con D. Pedro Egaña y D. Francisco Hormaeche, con el médico Sánchez Toca y D. Fermín Lasala, que representan los distritos de Vitoria, Guernica, Vergara y San Sebastián respectivamente, y si en los dos últimos halló excelentes disposiciones en favor mío, los primeros se le pusieron de uñas, y hubo de sacar el Cristo de su amistad y de su arraigo en Guipúzcoa para que me tragasen y digiriesen. Debo advertir que tanto el Sr. Egaña como el Sr. Hormaeche son cabezas de pedernal, y tan extremadamente celosos de la conveniencia y franquicias de aquellos pueblos, que a todo las anteponen, y sólo a la defensa de esta particularidad española se consagran. Por esto, más que de diputados tienen, según la gente dice, traza de embajadores, que como tales proceden, y como tales cobran. Mi buen padre político cuida mucho de hacerme comprender que su noble país me acepta, no por mi nombre, que allí nada significa, sino por el nombre adyecticio que me ha dado mi matrimonio, y por el sonoro título vasco de Beramendi.

Mi mujer y yo, que en las noches pasadas divagamos acerca de este asunto, riéndonos de las Cortes, de los electores de Tolosa, y de los discursos que tengo que pronunciar defendiendo los fueros, acabamos de ponernos en solfa con esta metamorfosis de mi nombre en el pensamiento tolosano, pues no soy quien soy, sino un yerno, al que se pega la etiqueta de un marquesado. Nos hace muchísima gracia lo que anoche mismo nos contó San Román. Preguntado Narváez por el candidato nuevo, y no acordándose de mi apellido, salió del paso así: «¿Candidato por Tolosa? El pollo de Emparán».