Narváez/XXVI

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XXVI

La tarde de la merienda, a la vuelta de la Boca del Asno, Su Majestad, pasado un rato después de los saludos de ceremonia, y cuando yo pensé que no se acordaba ni del santo de mi nombre, se volvió de repente a mí y me dijo: «Pero tú, Beramendi, que tan bien sabes escribir las cosas que pasan... y con tanta naturalidad, que parece que las estamos viviendo, ¿por qué no escribes esto que ahora ocurre con la Lola Montes?». Por aquellos días traían los periódicos el proceso que a nuestra célebre compatriota le formaban por bigamia. Afortunadamente, yo había leído el caso, y pude contestar a Su Majestad con dominio del asunto. «Señora, para escribir eso -le dije-, necesitaría conocerlo por mí mismo, y esto no es fácil; la propia Montes no habría de contarme toda la verdad...». «Pues yo declaro -añadió la Reina-, que me ha hecho gracia el desahogo de esa mujer para casarse con el teniente Heald, estando casada con otro. Vamos, que daría yo cualquier cosa por oír lo que dice el teniente, que, según cuentan, es una criatura... ¡Y qué monísimo estará llorando por su Lolita, que el otro reclama! Lo que es mujer de talento, vaya si lo es. ¿Y qué me dices de la que le armó al Rey de Baviera? Ello será una barbaridad; pero a mí me agrada, no puedo remediarlo, que sea española la que ha hecho tantas diabluras... Anímate, anímate a escribirlo, y desde ahora te aseguro que si lo imprimes lo leeré con muchísimo gusto». Respondí que si la señora tenía gran empeño en que tal historia escribiese, la obedecería; pero que yo, no sé si por mi suerte o mi desgracia, no me dedico a las letras, ni paso de un simple aficionado sin pretensiones. Díjome Su Majestad que no fuera tan modesto, y ya no se habló más del asunto, porque quien variaba la conversación a su antojo, picando aquí y allá, se puso a bromear con la Marquesa de Sevilla la Nueva sobre la mayor o menor gallardía de los buches en que cabalgaban los señorones de su cortesano acompañamiento. La verdad, no estaba yo satisfecho de aquella mi primera conversación con Isabel II, porque si su idea fue plantear un tema literario, no había estado muy atinada en la elección, y además, yo no había sabido darle un airoso giro.

Sigo contando. Llegó el deseado instante de ser recibido por Su Majestad, y al referir la audiencia, tengo que condolerme otra vez de mi mala suerte, porque si desgraciado fuí en la presentación, al aire libre, peor anduve en la visita entre paredes, llegando al extremo de turbarme y no saber qué decir. Pues señor: hice mi antesalita, no muy larga, y cuando el Gentilhombre me condujo hasta la puerta de la cámara, iba yo un tanto perplejo y sobresaltado. La Reina estaba en pie. Junto a la mesa central hojeaba un álbum que me pareció de paisajes de Italia. A mi reverencia correspondió con una sonrisa, dejando con desdén el álbum; sentose, señalándome una silla frontera, y me miró. Creí que su mirada medía mi talla, y que sus ojos penetraban en los míos. Vestía un traje blanco con motitas, muy ligero y elegante. Advertí sus formas llenas, redondas, contenidas dentro de la más perfecta esbeltez. «¿Qué te parece -me dijo-, la vida en el Real Sitio? ¿Verdad que es un poco triste?... ¿Sabes que han venido a invitarme para que vaya a Madrid a ver una lucha de fieras? ¿La has visto tú?». Contestele que todo se reduce a echar a pelear un toro con un tigre, y a poner un rinoceronte gordo delante de un león flaco. Opinaba yo que Su Majestad no se divertiría mucho en este ejercicio. «No sé si determinarme a ir a ver eso -prosiguió en un tonillo de dubitación tediosa-. Mamá y el Rey quieren ir... Ya les he dicho que vayan ellos... ¿Y tú estás contento aquí?... Lo dudo: ¡en Madrid os divertís tanto los jóvenes! Madrid es muy bonito, y a mí me gusta mucho. ¡Qué poco vale la ópera que acá tenemos! Anoche fui a oír el Macbeth, y francamente, me indigné viendo la facha con que entran los espectros de Banquo y Duncan en el banquete. Yo recordaba los gigantones del Corpus... Y luego, lady Macbeth con su ronquera en el brindis y los tambaleos que hace para soltar la voz, me parecía que brindaba con Peleón... Aquí es gran tontería traer espectáculos... Paseos, excursiones, cacerías, son lo más propio... Y las cacerías no creas que me hacen a mí mucha gracia. No me gusta matar ni ver matar a un pobrecito conejo, que sale a buscarse la vida por el campo... ¿Te gusta a ti la caza? Dicen que es imagen de la guerra. Una y otra me son antipáticas; y para que veas si tengo yo desgracia: desde muy niña no oigo hablar más que de guerras. ¡Guerras por mí, que es lo que más me duele!... y luego revoluciones y trapisondas...».

A este gracioso divagar de la Soberana contesté con generalidades o conceptos comunes. Poco lucida era la conversación, sin nada en que se revelara la grandeza de la persona con quien yo tenía el honor de hablar. En una de las transiciones que Su Majestad hacía para variar los asuntos, noté más viveza en el cambio de tonalidad; vi en su rostro una inflexión penosa; por un instante vaciló, dejando una palabra para tomar otra. Sin duda quería Isabel hablarme de algo cuya forma verbal no afluía fácilmente de sus labios como los anteriores temas, que venían a ser gacetillas ennoblecidas por la palabra Real. Por fin, poniendo cara compasiva, y agraciándome con una sonrisa bondadosa que a mi parecer a la de los ángeles igualaba, me dijo: «Mira, Beramendi, de tu asunto me ocuparé con muchísimo interés. Hoy no puedo decirte nada concreto, no puedo... vamos, que no puedo. Pero cree que no habrá para mí mayor gusto que complacerte. Quisiera contentar a todos, y que nadie tuviese en España ningún... vamos, ninguna pretensión que yo no pudiera satisfacer... ¡Pero hay tantos, tantos que a mí vienen, y yo...! ¡Pobre de mí! no puedo ser tan buena como quiero...».

Yo no sabía qué decir; no comprendía ni palabra. ¿Qué asunto mío era aquel en que no podía complacerme? Por mi desgracia no caí en la cuenta de que Su Majestad era víctima de un error, y relacioné sus manifestaciones con el ridículo plan de mi suegro de obtener para mí un cargo en Palacio. Algo de esto me había dicho también Narváez; yo no hice caso. La Reina, obcecada, remató mi confusión con estos conceptos, un poco menos obscuros que los anteriores: «Narváez me habló; me habló Santa Coloma por encargo de tu suegro. A ti te digo lo que a ellos dije... que lo haré más adelante. Siento un deseo vivísimo de complacerte, como a todo el mundo... Ten un poco de paciencia, y aguárdate un mes, dos meses...».

A decirle iba que no tengo ningun interés en ocupar un puesto palatino; pero por no desautorizar a Narváez ni a mi suegro me callé. Estas discreciones ridículas, en la conversación con Reyes, le comprometen a uno tanto como las indiscreciones más estúpidas... Me limité a indicar: «No se inquiete Vuestra Majestad por mí. ¡Si para mí es igual!...». Y ella, gozosa de oírme tan poco impaciente, se levantó en son de despedida, y como quien pronuncia la última palabra de un asunto fastidioso, me dijo: «Bueno, Beramendi: queda de mi cuidado... Yo no lo olvido. Será mi mayor gusto... Adiós, Marqués... Confía en tu Reina...».

Le besé la mano y salí aturdido, no sin los resquemores que nos ocasiona la sospecha de haber cometido falta grave de cortesía, por mal entender de las cosas. Aquel confía en tu Reina quedó estampado en mi mente con letras de fuego. No se apartaba de mí la idea de que entre la Reina y yo se cernía... no puedo expresarlo de otro modo... un error formidable, y de que fue gran torpeza mía no disiparlo sobre el terreno. Toda la tarde estuve en esta ansiedad, discurriendo de qué medios valerme para salir de tan cruel incertidumbre. Pero a nadie osaba comunicar mi recelo, por la ridiculez que el caso entrañaba. Figúrese ahora el pío lector de la Posteridad (si he de merecer ¡vive Dios! el honor de que la Posteridad me lea), cuál sería mi asombro cuando aquella misma noche, acabadito de comer, recibí la visita del Gentilhombre Marqués de Iturbieta, que en mi busca venía de parte de Su Majestad para llevarme inmediatamente a su presencia, ¡a la presencia de Su Majestad!...

Hubo de decírmelo tres veces para que me persuadiese de que no soñaba. «Pero esta no es hora de audiencia -le dije; y el amable señor sólo contestaba dándome prisa para que me vistiera y me fuese con él. Así lo hice, y al cuarto de hora, sin más que una breve antesala, me vi delante de Isabel II, que venía del comedor, elegantísima, descotada con cierta demasía generosa muy de moda hoy, y harto apropiada a la estación canicular... Cuando la vi venir hacia mí, sonriente; cuando alargó su mano hacia la mía, como si quisiera sacarme a bailar, vi en ella una figura ideal, vi a la Reina... harto distinta de la otra Reina que había visto por la mañana, y oí un acento que no me pareció el mismo que, algunas horas antes, pronunciaba las cláusulas vulgarísimas de un coloquio entre señorita pobre y caballero simple. Me dejó atónito y como embelesado con estas sus primeras palabras: «Si no hubieras venido, me habrías hecho pasar una mala noche; tal disgusto tenía yo por la barbaridad que hice esta tarde... Cuando caí en ello no tenía consuelo... ¡Pero qué habrás pensado de mí!... Puedes creer que es la primera vez en mi vida que esto me pasa...

-Señora -le dije-, no es para que Vuestra Majestad se disguste...

-Pero tú, tonto, ¿por qué no me advertiste... que estaba yo tocando el violón?».

La familiaridad de la frase me hizo reír... «No he tenido sosiego -prosiguió-, hasta que decidí mandarte llamar, para suplicarte que me perdones...

-¡Señora... perdonar!».

Indicándome que me sentara, se sentó ella de través en una silla, apoyando el codo en el respaldo de la misma. «Sí, perdonarme, porque... ¡vaya, que estuve torpísima!... ¡Confundir una persona con otra!... Nunca me había pasado cosa semejante. Lo único que como Reina me han enseñado es el conocimiento de las personas, no confundirlas, no hacer trueques de nombres ni de fisonomías. En este arte he sido siempre muy segura. ¡Cómo que no sé otra cosa!... Pues hoy... ¿Pero dónde tenía yo mi cabeza, Señor?».

Decía esto Su Majestad, firme el brazo en la silla, cogiéndose con la mano derecha el pendiente de la oreja del mismo lado. Y luego, con soberana modestia de gran persona, prosiguió: «Te explicaré en qué consistió el error. Pero antes has de perdonarme.

-Señora, por Dios, no tengo por qué perdonar ofensa que no ha existido.

-¿Qué no? Vas a verlo... Pues como recibo a tanta gente, como me hablan de este y el otro, como vienen a mí cada día centenares de recomendaciones, no es extraño que alguna vez confunda nombres... asuntos. Las caras no las he confundido nunca: por esto me ha causado tanto enojo la torpeza de hoy. Vamos, que esta tarde, cuando me hicieron comprender mi equivocación... me hubiera pegado... Porque es gran desatino confundir tu cara con la de... Dispénsame que calle este nombre. El milagro puedes saber; el santo no hay para qué.

-Puede Vuestra Majestad callar también el milagro. Yo no necesito explicaciones...

-No, no está mal que lo sepas. Figúrate... Estoy asediada de peticiones... Naturalmente, todo el que algo necesita, acude a mí. Soy la dispensadora de mercedes y gracias, soy la Reina que desea serlo, haciendo felices a todos los españoles, lo que es un poquito difícil... pero, en fin, se hace lo que se puede... Y como yo, si en mí consistiera, a ninguno de los que piden le dejaría ir con las manos vacías, resulta que... En una palabra, un hijo de un Grande de España que va a contraer matrimonio, no el Grande de España, sino el pequeño hijo del Grande, me hizo saber hace días que para sostener el lustre de su nombre le hace falta... una friolera... treinta mil duros... Mayores cantidades que ésas he dado yo sin ton ni son... Por ahí corre un cuento acerca de mí... ¿no lo has oído tú? Pues te lo voy a contar; porque aunque parece cuento, no lo es; es Historia... sólo que estas cosas no pasan a la Historia... Aún no era yo mayor de edad, cuando un desgraciado caballero, hijo de un servidor muy leal de mi padre y de mi madre, vino a decirme que se veía en grande aprieto, que le ejecutaban, le deshonraban y qué sé yo qué... Vamos, que le hacían falta veinte mil duros... El lloraba pidiéndomelos, y yo lloraba también, más que de pena, de la alegría que me daba el poder remediar tamaña desgracia... ¿Qué creerás que hice? pues llamar a D. Martín de los Heros, que era entonces mi Intendente, y decirle con la mayor naturalidad del mundo: «Heros, tráeme ahora mismo veinte mil duros...». El pobrecito D. Martín, que era más bueno que San José, me miraba y suspiraba, y no decía nada; no se atrevía... Como que nadie se ha cuidado de advertirme las cosas, ni de instruirme, por lo cual yo ignoraba todo, y principalmente las cantidades. Tanto sabía yo lo que son veinte mil duros, como lo que son veinte mil moscas. D. Martín ¿qué hizo? Pues se fue a la Intendencia, y mientras yo estaba de paseo, hizo subir veinte mil duros, en duros ¿eh?, y me los puso sobre la mesa, así, muy apiladitos. ¡Jesús de mi alma! ¡yo que vuelvo del paseo con mi hermana, y me veo aquel catafalco de dinero, aquello que parecía un monte de plata...! Llamo y entra D. Martín, que me acechaba en la cámara próxima. «Intendente, ¿qué es esto?». Y él muy serio: «Señora, esto es lo que Vuestra Majestad me ha pedido, veinte mil pesos». ¡Ave María Purísima! ¡qué miedo me entró!... «¿Pero es tanto? ¿Pero veinte mil duros son tantísimos duros? No, no es esto lo que yo pedía. Es que no me han enseñado ni siquiera el mucho y poco de las cosas. No, no, Martín: no hay que darle tanto a ese perdido, que según dicen, maltrata a su mujer»... ¿Qué te parece? Pues aquella lección se me ha quedado muy presente, y no fue lección perdida. Por fin, el donativo se redujo a cinco mil duros, y aún me parece que me corrí demasiado.

-La bondad de una Reina justo es que no esté contenida dentro de la prudencia.

-Pero todo tiene un límite, no convenía que me criaran en las Mil y una noches.

-Por lo visto, ni con la lección de Don Martín se ha curado Vuestra Majestad de su esplendidez... El caso de ahora...

-El caso de ahora se inició con petición de treinta mil duros; pero yo los reduje a quince... Lo tremendo es haber confundido al peticionario contigo, quid pro quo muy extraño, pues no os parecéis más que en el título; en las fisonomías, nada. El tiene cara de tonto, y tú de todo lo contrario.

-Señora, ¿cómo agradeceré yo distinción tan grande?

-Pues perdonando mi simpleza y no hablando con nadie de este asunto. ¡Cuidado si estuve torpe y ciega! Y ello fue porque ayer me hablaron del otro, me anunciaron su visita para hoy, y yo me preparé de razones para entretenerle. Al hablarte de tu suegro me refería... al que va a ser suegro del otro, ¿me entiendes? De ti ya sé que eres casado. Y a propósito: tráeme a tu mujer; deseo conocerla. Entiendo que es muy feliz contigo.

-Señora, si así lo dijeron a Vuestra Majestad, será cierto... pero yo no lo aseguro.

-Pues yo no lo inventé. Alguien me lo ha dicho.

-Señora, no siempre se dice la verdad a los Reyes.

-Según eso, no es verdad que hagas feliz a tu mujer. Es muy buena. ¿También en eso me han engañado?

-En esto sí que han dicho a Vuestra Majestad una verdad como un templo. Mi mujer es un ángel».

-¡Un ángel! Así llaman a todas las mujeres sufridas. que llevan con paciencia las trastadas de sus maridos... Yo concibo que la mujer modelo sea un demonio. Beramendi...».

Al decir esto, la Reina se levantó. Yo hice lo mismo, creyendo que se me daba señal de retirada. «No, no -me dijo con la mayor delicia de su voz y toda la nobleza de su alma-. Quédate un rato... Te invito a una pequeña soirée... de provincias. Estamos solas mi madre y yo, con el Rey y algunos amigos».