Noche de bodas/I

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I[editar]

Fué aquel jueves, para Benimaclet, un verdadero día de fiesta.

No se tiene con frecuencia la satisfacción de que un hijo del pueblo, un arrapiezo, al que se ha visto corretear por las calles descalzo y con la cara sucia, se convierta, tras años y estudios, en todo un señor cura: por esto, pocos fueron los que dejaron de asistir a la primera misa que cantaba Visantet, digo mal, don Vicente, el hijo de la siñá Pascuala y el tio Nelo, conocido por el Bollo.

Desde la plaza, inundada por el tibio sol de primavera, en cuya atmósfera luminosa moscas y abejorros trazaban sus complicadas contradanzas brillando como chispas de oro, la puerta de la iglesia, enorme boca por la que escapaba el vaho de la multitud, parecia un trozo de negro cielo, en el que se destacaban como simétricas constelaciones los puntos luminosos de los cirios.

¡Qué derroche de cera! Bien se conocia que era la madrina aquella señora de Valencia, de la que los Bollos eran arrendatarios, la cual habia costeado la carrera del chico.

En toda la iglesia no quedaba capillita ni hueco donde no ardiesen cirios; las arañas, cargadas de velas, centelleaban con irisados reflejos, y al humo de la cera uniase el perfume de las flores, que formaban macizos sobre la mesa del altar, festoneaban las comisas y pendian de las lámparas en apretados manojos.

Era antigua la amistad entre la familia de los Bollos y la siñá Tona y su hija, famosas floristas que tenian su puesto en el mercado de Valencia, y nada más natural que las dos mujeres hubiesen pasado a cuchillo su huerto, matando la venta de una semana para celebrar dignamente la primera misa del hijo de la siñá Pascuala.

Parecia que todas las flores de la vega habian huido para refugiarse alli, empujándose medrosicas hacia la bóveda. El Sacramento asomaba entre dos enormes pirámides de rosas, y los santos y ángeles del altar mayor aparecian hundidos hacia el dorado vientre en aquella nube de pétalos y hojas que, a la luz de los cirios, mostraban todas las notas de color, desde el verde esmeralda y el rojo sanguineo hasta el suave tono del nácar.

Aquella muchedumbre, que, estrujándose, olia a lana burda y sudor de salud, sentiase en la iglesia mejor que otras veces, y encontraba cortas las dos horas de ceremonia.

Acostumbrados los más de ellos a recoger como oro los nauseabundos residuos de la ciudad, a revolver a cada instante en sus campos los estercoleros, en los cuales estaba la cosecha futura, su olfato estremeciase con intensa voluptuosidad, halagado por las frescas emanaciones de las rosas y los claveles, los nardos y las azucenas, a las que se unia el oriental perfume del incienso. Sus ojos turbábanse con el incesante centelleo de aquel millar de estrellas rojas, y les causaba extraña embriaguez el dulce lamento de los violines, la grave melopea de los contrabajos, y aquellas voces que desde el coro, con acento teatral, cantaban en un idioma desconocido, todo para mayor gloria del Bollo.

La muchedumbre estaba satisfecha. Miraba la deslumbrante iglesia como un palacio encantado que fuese suyo. Asi, entre músicas, flores e incienso, debia estarse en el cielo, aunque un poco más anchos y sudando menos.

Todos se hallaban en la casa de Dios por derecho propio. Aquel que estaba alli arriba, sobre las gradas del altar, cubierto de doradas vestiduras, moviéndose con solemnidad entre azuladas nubecillas, y a quien el predicador dedicaba sus más tonantes periodos, era uno de los suyos, uno más que se libraba del rudo combate con la tierra para hacer concebir incesantemente a sus cansadas entrañas.

Los más le habian tirado de la oreja, por ser mayores; otros habian jugado con él a las chapas, y todos le habian visto ir a Valencia a recoger estiércol con el capazo a la espalda, o arañar con la azada esos pequeños campos de nuestra vega que dan el sustento a toda una familia.

Por esto su gloria era la de todos; no habia quien no creyese tener su parte en aquel encumbramiento, y las miradas estaban fijas en el altar, en aquel mocetón fornido, moreno, lustroso, resto viviente de la invasión sarracena, que asomaba por entre niveos encajes sus manazas nervudas y vellosas, más acostumbradas a manejar la azada que a tocar con delicadeza los servicios del altar.

También él, en ciertos momentos, paseaba su mirada, con expresión de ternura, por aquel apiñado concurso. Sentado en sillón de terciopelo, entre sus dos diáconos, viejos sacerdotes que le habian visto nacer, oia conmovido la voz atronadora del predicador ensalzando la importancia del sacerdote cristiano y elogiando el nuevo combatiente de la fe, que con aquel acto entraba a formar parte de la milicia de la Iglesia.

Si; era él: aquel dia se emancipaba de la esclavitud del terruño, entraba en este mundo poderoso que no repara en origenes; escala accesible a todos, que se remonta desde el misero cura, hijo de mendigos, al vicario de Dios; tenia ante su vista un porvenir inmenso, y todo lo debia a sus protectores, a aquella buena señora, obesa y sudorosa, bajo la mantilla de blonda y el negro traje de terciopelo, y a su hijo, al que el celebrante, por la costumbre de humilde arrendatario, habia de llamar siempre el señorito.

Los peldaños del altar mayor, que lo elevaban algunos palmos sobre la muchedumbre, percibialos él en su futura vida, como privilegio moral que habia de realzarle sobre todos cuantos le conocieron en su humilde origen. Los más generosos sentimientos le dominaban. Seria humilde, aprovecharia su elevación para el bien, y envolvia en una mirada de inmenso cariño a todas las caras conocidas que estaban abajo, veladas por el intenso vaho de la fiesta; su madrina, el tio Bollo y la siñá Pascuala, que gimoteaban como unos niños con la nariz entre las manos, y aquella Toneta, la florista, su compañera de infancia, excelente muchacha que erguia con asombro la soberbia cabeza de beldad rifeña, como si no pudiera acostumbrarse a la idea de que Visantet, aquel mozo al que trataba como un hermano, se habia convertido en grave sacerdote con derecho a conocer sus pecadillos y a absolverla.

Continuaba la ceremonia. El nuevo cura, agitado por la emoción, por la felicidad y por aquel ambiente cargado de asfixiantes perfumes, seguia la celebración de la misa como un autómata, guiado muchas veces por sus compañeros, sintiendo que las piernas le flaqueaban, que vacilaba su robusto cuerpo de atleta, y sostenido únicamente por el temor de que la debilidad le hiciera incurrir en algún sacrilegio.

Como si se moviera en las nieblas de un sueño, realizó todas las partes que quedaban del misterio de la misa: con insensibilidad que le asombraba, verificó aquella consumación en que tantas veces habia pensado emocionado, y después del tedéum, cayó desvanecido en la poltrona, cerrados los ojos, y sintiéndose sofocado por aquella antigua casulla codiciada por los anticuarios, orgullo de la parroquia, y que tantas veces habia mirado él, siendo seminarista, como el colmo de sus ambiciones.

Un penetrante perfume de rosa y almizcle, el mido de agua agitada, le volvieron a la realidad.

La madrina le lavaba y perfumaba las manos para la recepción final, y toda la compacta masa abalanzábase al altar mayor queriendo ver de cerca al nuevo cura.

La vida de superioridad y respetos comenzaba para él. La señora, a la que habia servido tantas veces, besábale las manos con devoción y le llamaba don Vicente, deseándole muchas felicidades después de sus misticas bodas con la Iglesia.

El nuevo cura, a pesar de su estado, no pudo reprimir un sentimiento de orgullo y cerró los ojos, como si le desvaneciera el primer homenaje.

Algo áspero y burdo oprimió sus manos. Eran las pobres zarpas del tio Bollo, cubiertas de escamas por el trabajo y la vejez. El cura vió inundadas en lágrimas, contraidas por conmovedoras muecas, las cabezas arrugadas y cocidas al sol de sus pobres padres, que le contemplaban con la expresión del escultor devoto que, terminada la obra se prosterna ante ella creyéndola de origen superior.

Lloraba la gente contemplando el apretado grupo en que se confundian la dorada casulla con las negras ropas de los viejos, y las tres cabezas unidas agitábanse con rumor de besos y estertor de gemidos.

El impulso de la curiosa muchedumbre rompió el grupo conmovedor, y el cura quedó separado de los suyos, entregado por completo al público que se empujaba por alcanzar las sagradas manos.

Aquello resultaba interminable. Benimaclet entero rozaba con besos sonoros como latigazos aquellas manos velludas, llevándose en los labios agrietados por el sol y el aire una parte de los perfumes.

Ahora si que, agobiado por la presión de aquella multitud que se apretaba contra la poltrona, falto de ambiente y de reposo, iba a desmayarse de veras el nuevo cura.

Y en la asfixiante batahola, cuando ya se nublaba su vista y echaba atrás la cabeza, recibió en su diestra una sensación de frescura, difundiéndose por el torrente de su sangre.

Eran los rojos labios de la buena hermana, de Toneta, que rozaban su epidermis, mientras que sus negros ojos se clavaban en él con forzada gravedad, como si tras ellos culebrease la carcajada inocente de la compañera de juegos protestando contra tanta ceremonia.

Junto a ella, arrogante y bien plantado como un Alcides, con la manta terciada y la rápida testa erguida con fiereza, estaba otro compañero de la niñez, Chimo el Moreno, el gañán más bueno y más bruto de todo Benimaclet, protegiendo a la arrodillada muchacha con la gallardia celosa de un sultán y mirando en torno con sus ojillos marroquies que parecian decir: ¡A ver quién es el guapo que se atreve a empujarla!»