Orgullo y prejuicio/Capítulo XX

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CAPITULO XX

Collins no se abandonó largo rato a la silenciosa consideración del éxito de sus amores, pues habiendo la señora de Bennet hecho tiempo en el vestíbulo esperando el fin de la conferencia, en cuanto vió a Isabel abrir la puerta y dirigirse a paso veloz a la escalera entró en el cuarto de almorzar, felicitando a Collins y a sí misma por la feliz perspectiva de la próxima unión, y Collins, tras de aceptar y devolver esas felicitaciones con igual gusto, procedió a definir las particularidades de la entrevista, de cuyo resultado confiaba tener razón en estar satisfecho, puesto que la negativa tan resuelta de su prima no podía provenir naturalmente sino de su tímida modestia y de la delicadeza de su carácter.

Mas semejante información sobresaltó a la señora de Bennet. Habría deseado ésta convencerse también de que su hija había tratado de animarle al rechazar sus proposiciones; pero no osaba creerlo, y no pudo evitar el manifestarlo así.

―Lo importante, Collins ―añadió―, es que Isabelita entre en razón. Hablaré directamente con ella sobre eso. Es muy terca y loca muchacha y desconoce su propio interés; pero ahora haré que lo conozca.

―Dispénsame que te interrumpa ―exclamó Collins―; pero si en realidad es terca y loca, no sé si resultará mujer apetecible para mí, dada mi situación, pues, como es natural, busco mi felicidad en el estado del matrimonio. Por consiguiente, si insiste en rechazarme, acaso sea mejor no forzarla a que me acepte, porque si está sujeta a tamaños defectos de temperamento no habría de contribuir mucho a mi dicha.

―No me has entendido en absoluto ―prorrumpió alarmada la señora de Bennet―. Isabelita es terca sólo en asuntos como ése. En todo lo restante es muchacha de tan buen natural como la que más. Acudiré directamente a Bennet, y tengo por seguro que muy pronto estaremos de acuerdo con ella.

No le dió tiempo de contestar, sino que, apresurándose a ir al instante a donde estaba su marido, exclamó en cuanto pisó la biblioteca:

―Oh Bennet!, se te necesita inmediatamente; estamos todos en un aprieto. Es preciso ir para hacer que Isabel se case con Collins, pues ella afirma que no lo hará, y si no te apresuras, él cambiará de idea y no la pretenderá.

El señor Bennet levantó la vista del libro en cuanto su mujer entró, fijándolos en el rostro de ella con calmosa indiferencia, que no se alteró lo más mínimo con la noticia.

―No tengo el gusto de entenderte ―dijo cuando ella terminó su alegato―. ¿De qué estás hablando?

―De Collins e Isabel. Isabel asegura que no se ha de casar con Collins, y Collins comienza a insinuar que no quiere a Isabel.

―Y ¿qué he de hacer en ese caso? Parece asunto perdido.

―Habla tú mismo a Isabel sobre ello. Díle que insistes en que se case con él.

―Haz que baje. Oirá mi opinión.

La señora de Bennet tiró de la campanilla e Isabel fué llamada a la biblioteca.

―Ven, hija mía ―exclamó su padre en cuanto ella entró―. He enviado por ti para un asunto de importancia. Parece que Collins te ha hecho proposiciones de casamiento; ¡es cierto?

Isabel repuso que sí.

―Muy bien; y que has rehusado ese ofrecimiento de matrimonio.

―Lo he rehusado, papá.

―Bien. Ahora vamos al asunto. Tu madre insiste en que lo aceptes. ¿No es así, señora de Bennet?

―Sí, o no la quiero ver más.

―Una triste alternativa se te ofrece, Isabelita. Desde este día tienes que ser extraña a uno de tus padres. Tu madre no te quiere ver si no te casas con Collins, y yo no quiero volverte a ver si te casas con él.

Isabel no pudo menos de sonreírse al final de semejante arenga; pero la señora de Bennet, que estaba persuadida de que su marido tenía por apetecible el asunto del casamiento, quedó en exceso disgustada.

―¿Qué quieres significar, Bennet, con hablar así? Me habías prometido insistir en que se casara con él.

―Querida mía ―replicó su marido―, tengo dos pequeños favores que pedirte: que me permitas. en esta ocasión hacer libre uso, primero, de mi entendimiento, y segundo, de mi cuarto. Tendré sumo gusto en disfrutar yo sólo de la biblioteca si es posible.

Mas a pesar del desagrado de su marido, la señora de Bennet no abandonó el tema. Habló una y otra vez más a Isabel y la halagó y amenazó alternativamente. Trató de procurarse para sus fines la ayuda de Juana; pero ésta, con toda la dulzura posible, rehusó entrometerse; e Isabel, unas veces con verdadero ardor y otras con juguetona alegría, contestó a sus ataques. Aunque sus modales variaron, su determinación jamás varió.

Collins, entre tanto, meditaba en silencio sobre lo que le acontecía. Pensaba sobrado bien de sí mismo para comprender por qué motivos podía rechazarle su prima, y aunque su orgullo estaba herido, por lo demás no sufría. Su interés por ella era meramente imaginario, y la posibilidad de que mereciese los reproches de su madre le impedían sentir la repulsa.

Mientras la familia se veía en tal confusión, Carlota Lucas vino a pasar el día con ellos. Encontróse en la entrada con Lydia, quien, volviéndose a ella exclamó a media voz:

―¡Me alegro de que vengas, porque hoy hay tal broma! ¿Qué crees que ha ocurrido esta mañana? Collins ha hecho a Isabel proposiciones de matrimonio y ella no le ha aceptado.

Carlota apenas tuvo lugar de contestar antes de que Catalina se les uniese. Venía a darle la misma noticia; y en cuanto entraron todas en el cuarto de almorzar, donde la señora de Bennet estaba sola, ésta también comenzó con idéntico tema, procurando que la señorita de Lucas se compadeciera de ella y persuadiese a su amiga Isabel a satisfacer los deseos de toda la familia.

―Te suplico que lo hagas, querida Carlota ―añadió en tono melancólico―, ya que nadie está de mi parte, ya que ninguno se interesa por mí y me veo cruelmente tratada sin consideración a mis nervios.

Carlota se ahorró la respuesta por la entrada de Juana e Isabel.

―Ahí, ahí viene ―continuó la señora de Bennet―, tan indiferente como le es posible y sin cuidarse más de nosotras que si estuviera en York, con tal de hacer su gusto. Mas yo te aseguro, Isabel, que si se te mete en la cabeza rechazar todas las proposiciones de matrimonio, jamás te casarás, y no sé quién te mantendrá cuando muera tu padre. Yo no podré, y, te lo advierto, he terminado contigo desde este instante. Sabes que te he prometido en la biblioteca que nunca te volvería a hablar, y haré buena mi promesa. No gusto de hablar con hijas desobedientes. No es que me guste hablar con nadie. Quienes padecemos de los nervios no sentimos gran inclinación a hablar. Nadie podría explicar lo que sufro. Y siempre lo mismo; los que no padecen, jamás se apiadan.

Sus hijas oyeron en silencio semejantes efusiones, conocedoras de que todo razonamiento o tentativa de aplacarla sólo habría de aumentar esa irritación. Por eso prosiguió hablando así, sin interrupción de ninguna, hasta que se les unió Collins, quien entró con aire más resuelto que de ordinario, y en cuanto lo percibió, dijo ella a sus hijas:

―Ahora os encargo que contengáis vuestras lenguas y nos dejéis a Collins y a mí tener un rato juntos de conversación.

Isabel salió con sosiego del cuarto; Juana y Catalina la siguieron; pero Lydia permaneció quieta, resuelta a escuchar cuanto pudiera, y Carlota, detenida al principio por la locuacidad de Collins, cuyas preguntas sobre ella y su familia se sucedían sin interrupción, y además por algo de curiosidad, se limitó a acercarse a la ventana, aparentando no escuchar. Con voz dolorosa, la señora de Bennet comenzó así su proyectado coloquio:

―¡Oh Collins!

―Querida ―replicó él―, callémonos para siempre en cuanto a ese asunto. Muy lejos estoy ―continuó luego con acento que denotaba su disgusto― de resentirme por la conducta de tu hija. Es deber de todos resignarnos ante los males inevitables, y deber especial de un joven tan afortunado como yo he sido con mi temprana promoción, y confío en resignarme. Acaso con no honrarme con su mano mi bella prima no haya disminuído mi positiva felicidad, y he observado a menudo que la resignación nunca es tan completa como cuando la dicha negada comienza a perder en nuestra estimación algo de su valor. Espero que no supondrás que falto a la consideración a tu familia, querida mía, porque renuncie a mis planes sobre tu hija sin haceros el cumplido a ti y al señor Bennet de pediros que interpongáis vuestra autoridad en mi apoyo. Temo que a mi proceder pueda deberse el haber recibido la despedida de labios de vuestra hija en vez de los vuestros; pero todos estamos sujetos a error. Seguro estoy de haber pensado bien en este asunto. Mi objeto era procurarme una compañera amable con la debida consideración a ciertas ventajas para toda vuestra familia, y si mi proceder ha sido reprensible, os suplico que me excuséis.