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nes ya tendré, cuando menos, una pluma del pájaro.

1 —Me parece que ni el color de las plumas ha de ver usted, señora—respondióle Florencia con una sonrisa llena de picante y de gracia, calculada para irritar y dar movimiento & aquella máquina de cuchillos que tenía á su lado.

— Que no! Ya verá usted el lunes.

—¿Y por qué el lunes y no otro día cualquiere?

—¿Por qué? ¿Usted cree, señorita, que las heridas de los unitarios no vierten sangre?

—Sí, señora, vierten sangre como las de cualquier otro; quiero decir, deben verterla; porque yo no he visto jamás la sangre de ningún hombre.

—Pero los salvajes unitarios no son hombres, niña.

No son hombres?

—No son hombres; son perros, son fieras, y yo andaría pisando sobre su sangre sin la menor repugnancía.

Un estremecimiento nervioso conmovió toda la organización de la joven, pero se dominó.

Conviene usted, pues, en que sus heridas vierten sangre ?—continuó doña María Josefa.

—Sí, señora, convengo.

—Entonces, ¿convendrá usted también en que la sangre mancha las ropas con que se está vestido?

—También.

—Si, señora, también convengo en eso.

Que mancha las vendas que se aplican á las heridas?

Las sábanas de la cama?

Asi debe ser.