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declaración que se empeñaban en disimular en vano dos gruesos rulos que caían hasta la barba, de un cabello grueso, áspero, y cuyo color estaba apostando á que no lo distinguirían entre el chocolate y el café aguado. Agregardo á esto una estatura más bien alta que baja, un cuerpo más bien gordo que flaco, donde lo más notable era un pecho que parecía un vientre, ya se podrá tener una idea aproximada de doña Marcelina, á quien Daniel saludó sin levantarse del sillón, y con esa sonrisa que nada tiene de familiar, aun cuando mucho de animadora, que es un atributo de las personas de calidad acostumbradas á tratar con inferiores.

—La necesito á usted, doña Marcelina—le dijo haciéndole señas de que ocupase una silla frente á él.

—Siempre estoy á las órdenes de usted, señor don Daniel—contestó la recién venida sentándose y estirando el vestido por los lados, tomándolo con la punta de los dedos, como si fuese á bailar el circunspecto y gentil minuet de nuestros padres, haciendo que la silla desapareciese bajo ran voluminosa nube.

—Ante todas las cosas, ¿cómo va la salud y cómo están en casa?—preguntó Daniel, que era hombre que jamás pisaba fuerte sin haber tanteado antes el terreno, aun cuando sobre él hubiese caminado la víspera.

—Aburrida, señor; hoy se hace una vida en Buenos Aires capaz de purgar todos los pecados que uno tenga.

—Eso habrá adelantado usted para cuando pase & la vida eterna—respondióle Daniel, mirando sus manos y como si ellas solas le preocupaser.