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los principios políticos de usted, acepta la amistad de ese honrado sacerdote, que es hoy la más brillante joya de la federación.

—Qué! Si á él mismo le canto la «cartilla» todos los días!

— Y la sufre á usted?

—La echa de tolerante. Se rie, me da la espalda, y se va al cuarto de Gertruditas á leerle los libros que lleva.

— Gertruditas También tiene usted otra joven de ese nombre en su casa?

—Es una sobrina mía, á quien he recogido hace un mes.

Santa Bárbara! ¡Tiene usted más sobrinas que nietos tuvo Adán por la línea de Seth, hijo de Cain y de Ada! ¿Ha leído usted la biblia, dona Marceline?

—No.

Pero habrá usted leído el Don Quijote?

—Tampoco.

—Pues ese don Quijote, que era un buen hombre, muy parecido en la figura y en otras cosas á Su Excelencia el general Oribe, declaraba que no podía haber une república bien constituida sin cierto empleo, y ese empleo es el que usted ejerce dignamente.

El de protectora de mis desgraciadas sobrinas, querrá usted decir?

—Exactamente.

—Hago por ellas lo que puedo.

—Pero ¿qué haría usted si el reverendo cura de la Piedad hallase en casa de usted lo que yo encontré el día que por primera vez entré en ella, con la recomendación de Mr. Dougias?

—Oh, Dios mío! ¡estaría perdida! Pero el cu-