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pería cada uno de esos señores era un incensario de tabaco que estaba despidiendo una densa nube, al través de cuyos celajes se descubrian sus tostados y repulsivos semblantes. Pero su ilustre presidente no estaba entre ellos. Estaba en la pieza contigua á la sala, sentado á los pies de un gran catre que le servía de cama, aprendiendo de memoria una especie de discurso en veinte palabras que le repetía por la vigésima vez un hombre que era precisamente la antítesis en cuerpo y alma del coronel Salomón: y este hombre era Daniel, y el diálogo el siguiente:

—Cree que ya estoy?

— —Perfectamente, coronel. Tiene usted una memoria prodigiosa.

—Pero mire: usted me hará el favor de sentarse á mi lado, y cuando se me olvide algo, me lo dice despacio.

—Ya había pensado pedirle á usted eso mismo.

Pero usted no se olvide, coronel, que tiene que presentarme á nuestros amigos, y advertirles lo que le he dicho.

—Eso corre de mi cuenta. Vamos á entrar.

—Espere usted un momento. Luego que usted se siente, haga que el secretario lea la lista de los presentes, porque es preciso, coronel, que demos á nuestra sociedad federal el mismo orden que hay en la sala de representantes.

—Si ya se lo he dicho á Romeo, pero es un haragán que no sabe más que hablar.

—No importa, vuelva usted á decirselo, y lo hará.

—Bueno, entremos.

Y el presidente Salomón y Daniel Bello, vestido con su misina levita negra ahotonada, pero con