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reflectaba, como sobre el cristal de un espejo, en las láminas de acero de la climenca, formándose así la única luz brillante que allí había.

Los pebeteros de oro, colocados sobre las rinconeres, exhalaban el perfume suave de las pastillas de Chile que estaban consumiendo; y los jilgueros, saltando on Ics alambres dorados que los aprisionaban, hacían oir esa música vibrante y coprichosa con que esos tenores de la grez ópera de la Naturaleza hacen alarde del poder pulmonar de su pequeña y sensible organización.

— En medio de este musco de delicadezas femeniles, donde todo se reproducía al infinito sobre el cristal, sobre el acero y sobre el oro, Amalia, envuelta en un peinador de batista, estaba sentada sobre un sillón de damasco caña, delante de uno de los magníficos espejos de su guardarropas; 80 seno casi descubierto, sus brazos desnudos, sus ojos cerrados y su cabeza reclinada sobre el respaldo del sillón, dejando que su espléndida y ondeada cabellera fucco sostenida por el brazo izquierdo de una niña de diez años, linda y fresca como un jazmin, que, en vez de peinar aquélla, parecía deleitarse on pasarla por su desnudo brazo para sentir sobre su cutis la impresión cariñoso de aus sedoses hebras.

En ese momento, Amalia. no era una mujer; cra una diosa do esas que ideaba la poesía mitológica de los griegos. Sus ojos entredermidos, su cabello suelto, sus hombros y sus brazos descubiertos, todo contribuía é dar mayor realeo á su belleza. Era así, dormida y cubierta por un volo más descuidado que ella misma, como algunos escritores de la Roma antigua describían á Lucreciacuando se ofreció por primera vez & los ojos de