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gustado de ver que alguien ponía en duda, que sus únicas horas de recreo pudieran ser pasadas al lado de otra mujer que al de aquélla tan bien amada de su corazón.

V 1 LA ROSA BLANCA

Ahora, el lector tendrá la bondad de volver con nosotros é nuestra conocida quinta de Barracas, en la mañana del 24 de mayo, y una hora después de aquélla en que dejamos á la señora Amalia Sáenz de Olabarrieta acabando de arreglar su traje de mañana en su primoroso tocador.

Ella es otra vez la primera que se nos presenta.

Está sentada en un sofé de su salón, donde los dorados rayos de nuestro sol de mayo penetran tíbios y descoloridos al través de las celosías y de las colgaduras.

Está sentada en un sofá; su rostro más encendido que de costumbre, y fijos sus ojos en una magnífica rosa blanca que tiene en su mano, y á la que acaricia distraída con sus manos más blancas y suaves que sus hojas.

A su izquierda está Eduardo Belgrano, pálido como una estatua, con sus ojos negros, rasgados y melancólicos, jaspeados sus párpados por una