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gusto y del arte; tal era doña Agustina Rosas de Mansilla en 1840, y que entraba en el baile que se describe aquí, resplandeciente de belleza y de lujo.

Sus brazos, su cuello y su cabeza, estaban cubiertos de diamantes, y la presión que sufría su talle, daba al rosado subido de su rostro una animación, que sólo á las unitarias pareció chocante. Pero, habituada la mayor parte de los que se encontraban en los salones, especialmente los hombres, á mirar en Agustina la reina de las hellezas porteñas, creyó que en esa noche conquistaba Agustina, y para siempre, aquel indisputable rango.

Su vestido era de blonda blanca sobre raso del mismo color, y su peinado á la griega, daba lugar, no á que resaltasen los perfiles ó la redondez de su bela cabeza, sino un lazo de diamantes que sujetaba su moño federalw 1 La maga paseaba los salones, sin haber tomado asiento todavia, del brazo de su esposo el general Mansilla, que en esos momentos parecía recuperar algo de su perdida juventud, al influjo del aire gentil y elegante que este distinguido caballero había aprendido y ostentado en la culta sociedad que había frecuentedo, cuando pertenecia en alma y cuerpo al partido unitario.

Las miradas segulan á Agustina; la seguían, la devoraban. Pero, de repente, un murmullo sordo se escucha en todos los ángulos del salón. Las miradas se vuelven hacia la puerta; y la misma Agustina, arrebatada por la impresión general, lanza los rayos de sus lindos ojos hacia el centro común de la mirada universal: dos jóvenes, del brazo, una de la otra, acaban de entrar en el salón: la señora Amalia Sáenz de Olabarrieta y la señorita Florencia Dupasquier.