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A él mismo entregó usted la carta ?—preguntó Daniel, dirigiéndose á Pedro.

—Sí, soñor, é éi mismo.

—Entonces, salga usted á ver. Es imposible sea otro que mi criado.

Un momento después volvió Pedro acompañado de un joven de dieciocho á veinte años, blanco, de cabellos y ojos negros, de una fisonomía inteligente y picaresca, y que, á pesar de sus botas y corbata negra, estaba revolando cándidamente ser un hijo legítimo de nuestra campaña; es decir, un perfecto gauchito, sin chiripa ni calzoncillos.

Has traido todo, Fermin?—lo preguntó Daniel.

—No ha de faltar nada, señor—le contestó, poniendo sobre una silla un grueso atado de ropa.

Daniel se apresuró entonces á sacar del llo la ropa interior que necesitaba Eduardo, y á vestirlo con ella, pues en aquel momento, el doctor Alcorta terminaba la primera curación. Y, en seguida, entre los dos, colocaron á Eduardo sobre su lecho.

Daniel pasó al cuarto inmediato con Pedro y Fermin, y en pocos momentos se lavó y mudó de pies á cabeza, con las ropas que le acababan de traer, sin dejar un minuto de dar & Pedro disposiciones sobre cuanto debía hacer, relativas á los demás criados, á limpiar la sangre de la sala, á quemar las ropas ensangrentadas, eto.

Eduardo, entretanto, comunicaba á Alcorta en breves palabras los acontecimientos de tres horas antes, y Alcorta, reclineda su cabeza sobre su mano, apoyando su codo en la almohada, oía la horrible relación quo lo auguraba el principio de una época de sangre y de crímenes, que debía traer el duelo y el espanto á la infeliz Buczos Aires.