Durante todo el trayecto, los dos amigos no hablaron palabra. Levine pensaba en lo que podía significar el cambio sobrevenido en Kitty, y tranquilizábase un momento para desesperarse después, repitiéndose que era una insensatez confiar en nada. A pesar de todo, pareciale ser otro hombre, que no se parecía ya al que había existido antes de la sonrisa y de las palabras de Kitty.
Estéfano Arcadievitch reflexionaba sobre el menú de la comida.
—Te gusta el salmón?—preguntó á Levine al entrar en el restaurant.
—Deliro por él.
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El mismo Levine no pudo menos de notar'la expresión de contento que rebosaba en la fisonomía y en toda la persona de Estéfano Arcadievitch. Este último se quitó el paletó y el sombrero, adelantóse hasta el comedor, dando al paso sus órdenes al camarero, que le seguía con la servilleta debajo del brazo; saludó por derecha é izquierda á las personas conocidas que allí como en todas partes le veían siempre con placer, acercóse al aparador, y tomó una copita de aguardiente. La señorita del mostrador, una francesa de cabellorizado, con muchos afeites, cubierta de cintas y de encajes, fué al punto el objeto de su atención, y dirigióle algunas palabras que la hicieron reir á carcajadas.
En cuanto á Levine, la vista de aquella mujer, con su cabello postizo y empolvado el rostro, hízole perder la gana de comer, y alejóse con disgusto: su alma estaba llena del recuerdo de Kitty, y en sus ojos brillaba el triunfo y la felicidad.
—Por aquí, Excelencia, por aquí no le molestará nadiedecíale obsequiosamente el mozo, cuyas robustas espaldas mantenían tirantes los paños de su levita.
—Tenga usted la bondad de acercarse—dijo también á Levine, en señal de respeto á Estéfano Arcadievitch de quien era convidado.