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—Anda di al doctor Jobotov que me haga favor de venir... un instante nada más.

— Mañana vendrá sin que lo llaméis. No vale la pena de molestarlo a estas horas.

—¡Dios mío, Dios mío!—gimió Gromov lleno de angustia—. ¡Nunca nos soltarán estos infames verdugos, nunca más! Aquí nos moriremos. ¿Y si realmente no hay vida futura, si no hay infierno, si no hay Dios que pueda castigar sus crímenes? ¿Quedarán impunes nuestros verdugos? ¡No; no puedo más! ¡El corazón se me revienta! ¡Abre, canalla! ¡Abre, te digo!

Y empujó la puerta con todas sus fuerzas.

—¡Abre, cobarde, asesino!

Entonces, Nikita abrió la puerta de golpe, dio un empellón al doctor, y luego le asestó un puñetazo en la cara.

Ragin sintió que una honda salada subía hasta su cabeza; sintió la boca llena de sangre. Nikita redobló todavía los golpes sobre la espalda del doctor. Gromov gritaba de rabia y de dolor; tal vez Nikita le estaba pegando también.

Después se restableció el silencio.

El reflejo pálido de la luna, a través de la ventana enrejada, proyectaba dibujos fantásticos sobre el suelo. Ragin estaba aterrorizado. Había metido la cabeza en la almohada y no se movía; no osaba mirar en torno suyo como si temiera nuevos golpes. Sentía como si le rascaran las entrañas con un cuchillo. Para contener su dolor y no gritar, mordía furiosamente la almohada.