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de Sherlock Holmes

Ni viento, ni una nube en el cielo. Tengo aquí una caja de cigarros llena, que convida á fumar, y este sofá es muy superior á los horrores que se acostumbran en los hoteles de campo.

No creo probable que tenga que usar el carruaje esta noche.

Lestrade se rió indulgentemente.

—Usted se ha formado ya sus conclusiones por lo que dicen los periódicos—dijo.—El caso es tan claro como el día y mientras más entra uno en él, más claro aparece. Pero, con todo, yo no podía seguramente negarme á lo que me pedía una dama como esa: había oído hablar de usted y quería conocer la opinión de usted, aunque yo la dije que nada de lo que podía usted hacer no hubiera sido hecho ya por mí. Pero ibendito Dios! Ahí está su coche en la puerta.

No bien había terminado de hablar, se precipitó en el cuarto una de las mujeres más adorables que he visto en mi vida. El brillo de sus ojos color de violeta, sus labios entreabiertos, el rojo color que animaba sus mejillas, todo indicaba que su natural reserva se había desvanecido en la dominante sobreexcitación que la impulsaba.

—10h, señor Sherlock Holmes!—exclamó, pasando la mirada del uno al otro de nosotros dos y, por último, con la intuición rápida de la mujer, fijándola en mi compañero:—Itengo tanto gusto de que haya venido usted! He venido hasta aquí para decirselo. Estoy segura de que San-