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mi amo y amigo, solo en aquel campo de muerte y desolación; el miedo se apoderó de mí, y temblé como jamás había temblado, y tratando de hacer lo que había visto á otros caballos, galopé para unirme á ellos, pero los soldados me despedían con sus sables. Uno de ellos, á quien habían matado el suyo, me cogió por las bridas y me montó, y con este nuevo jinete volví á la carga. Nuestro valiente regimiento fué diezmado de una manera terrible, y los que quedaron vivos en aquella fiera lucha por apoderarse de los cañones, tuvieron al fin que retroceder sobre el mismo terreno. Algunos caballos estaban tan gravemente heridos que apenas se podían mover, por la pérdida de sangre; otros, ¡ pobres animales! procuraban arrastrarse en tres patas; y otros, con el cuarto trasero en tierra, acribillados de balazos, luchaban con las manos para incorporarse, volviendo á caer, dando lastimeros gemidos, que, así como las suplicantes miradas que dirigían á sus compañeros cuando pasaban á escape por su lado, dejándolos abandonados á su triste suerte, nunca podré olvidar. Después de la batalla, los soldados heridos fueron recogidos y los muertos enterrados.

-¿Y qué hicieron con los caballos heridos?le pregunté.

-Los albéitares, armados de pistolas, reco-