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que en la súplica se hacia acecdiera á conmutarles la pena á aquellos desgraciados...

—DBien—le contestó Dorrego, —si mañana nos llega el buque portador de las bases de la paz con el Brasil, yo le prometo que en el instante de avistarse mandaré suspen- der la ejecución.

Y no había duda ninguna: el buque llegaría en la ma- drugada del dia siguiente, pues se sabía que estaba en la rada de Montovideo. La conmutación tondría que produ- cirse. Aquel padre, aquella esposa sintieron renacer la es- peranza y fueron con ella á ver á los reos que ya estaban en capilla,.. ¡Cuán desconocido Juan Pablo Arriaga en tanto que Marcet se mostraba tal cual era: nervioso, ira- cundo, protestando de su defensor, de su mujer «que nada hacia,» de la imbecilidad de los jueces que no habian te- nido en cuenta infinitas atenuantes!.. Juan Pablo Arria- ga, que se encontraba acompañado del presbitero don Tomás Ladrón de Guevara, recibió la noticia como un bál- samo consolador... Seria desterrado... No volvería más á su patria; pero fuera de ella sabria regenerarso y compen- sarle, en parte, á su desgraciado padre todo lo que había sufrido.

En tanto Marcet dudó de las intenciones del gobier- no, arguyendo con todo descaro:—Si ese «compadrito» de Dorrego quisicra conmutarnos la pena, ya lo habria hecho.

Mientras tanto, los preparativos de la ejecución no se detuvieron: alli, frente mismo á la tienda del asesinado. se levantaron dos horcas y junto al arco dela antigua Recova se colocarian los banquillos...

¡Y amaneció el nuevo día, sin que se vislumbrara en el horizonte la vela de ningún buque, pasando las horas sin que llegara el portador de la paz con el Brasil!

La ejecución debía llevarse á efecto, y un gentio in- menso, tan inmenso como nunca se habla visto, poblaba la plaza principal de la Victoria, esperando á que llegara el indicado buque y con él la conmutación, ó el merecido castigo de «aquellos monstruos.»