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le prestaba asilo en su rancho y compartia con él su frugal alimento. Vivía como las fieras del bosque, y en el silencio de la agreste naturaleza se hallaba frente á frente de su conciencia, como quiso morir su desgraciada com- pañera, ¡frente á frente de la sombria casa donde come- tiera su crimen! Demasiado valiente ó sobramente cobarde, que eso no está aún bien definido á los ojos de la razón, no quiso ó no pudo terminar aquella terrible existencia en el suicidio, y un día se presentó al general Paz, pidién- dole que lo incorporara al ejército que preparaba para combatir á los tenientes de Rosas.

—¿Quién es usted? ¿Cómo se llama?

El se lo dijo, y el austero manco le contestó, inflexible:

—¡Usted!.. ¡Usted no tiene siquiera el derecho de morir por su patria! ¡Salga usted de mi presencia!

Aún no estaba suficientemente castigado por la Provi- dencia.

Pasaron los años y llegó á saber, por los diarios, que efectivamente, aquel hijo, fruto de su idolatrado amor con la mujer más hermosa de esta tierra, perdió la razón, cuando un amigo imprudente le enrostró el asesinato co- metido por su padre, y que tanto se lo ocultaran en la casa de su noble tio.

Algo más terrible aún le comunicaron los diarios.

Fué esto: «Una mañana encontraron los sepultureros de la Recoleta, rota la tapa de un cajón funerario que de- biera contener los restos de una hospiciana. El cajón esta- ba vacio, y más allá, destrozadas las manos y hecho pedazos el rostro, el cadáver de la desventurada Catalina Benavides, su esposa, que habia sido enterrada viva!»

Y asi terminó la existencia de la más hermosa de las mujeres, aquella á quien las crónicas y los poetas llama- ban «la Estrella del Norte,» y cuyo enlace con don Fran- cisco Alzaga—¡un Alzaga!—fué uno de los más grandes acontecimientos sociales durante la breve presidencia de don Bernardino Rivadavia.