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=h- nerviosas, cuando aquellos jóvenes calaveras, haciendo un paréntesis, contaban aventuras amorosas.

¡Como que jamás había conocido por la práctica lo que era «eso!..»

Al verlo á Alzaga, sus amigos interrumpieron el jue- go haciendo grandes exclamaciones de alborotada ale- gría.

Esquese trataba nada menosque de una resurrección .., como ellos decian. Tanto tiempo sin verlo, sin encontrarlo en ninguno de los cafés que tanto frecuentara antes de aquella memorable noche de su casamiento... ¡Siempre en su nido de tórtola!

Y las bromas é inocentes epigramas se sucedieron has- ta que Marcet, que era quien tallaba un «monte criollo,» le dijo:

—¿Supongo que ya que has venido nos acompaña- rás?... Casualmente necesitábamos «una pierna» como tú.

—Me opongo—replicó Arriaga.—Déjenlo que se va- ya y no tratemos de interrumpir sus nuevas costumbres.

—Cierto—añadió Azcuénaga,—ya no existe para nos- otros. ¡Descansa en paz, buen amigo!

—Efectivamente—replicó Alzaga, sonriendo, como si aceptara hasta entonces con agrado las bromas de sus ami- gos; - mis deberes de esposo me llaman; pero como hacia tanto tiempo que no os vela, quise saludaros y...

—¿Te vas? Muy bien hecho —terminó Arriaga.

—¿Temes que te riñan?—le preguntó Azcuénaga, con cierto tonito irónico, que no pasó desapercibido para Alzaga.

—Demasiado sabes—le contestó éste cambiando de sensación en el semblante y midiéndolo con mirada des- preciativa—que yo no temo á nadie... Y en cuanto á reñirme...—añadió, volviendo á sonreir, pero con el mismo gesto, —hace muchos años que nadie se atreve á hacerlo.

—Eso según y conforme, querido Francisco.

—¿Cómo?—le preguntó Alzaga, fruncido el ceño y re- lampagucándole lo sombrio de sus negros ojos.