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Viento en popa.

Carlo Lanza se habia trasladado con su consorte á su morada de la calle Tacuarí.

Todo estaba allí solitario, no habia ni un sirviente, ni un solo importuno que pudiera turbar la paz de aquel nido de amor.

Queriendo ser poético sobre toda exageracion y concluir de impresionar agradablemente el espíritu de su Luisa, ántes de irse á casa de esta, Lanza habia comprado aquel dia una gran cantidad de flores que deshizo en el aposento.

De modo que cuando entráron allí, fuéron envueltos por una esquisita atmósfera de delicados perfumes.

Luisa, que no estaba acostumbrada á aquellas demostraciones de alta escuela, se mostró sumamente complacida, recostándose en el hombro de Lanza, que la cubrió de cariños.

—Por fin estamos en nuestra casa, dijo este, sin que nada ni nadie venga á turbar nuestra felicidad, por cuya razon no he querido tomar ninguna sirvienta; estaremos servidos por el cariño mútuo hasta que tú dispongas otra cosa.

Luisa estaba radiante de felicidad; todo aquel aposento lo encontraba bello y poético, salpicado de flores deshojadas y bañado por la luz rosada de una bomba de aquel color puesta en el pico de gas.

—Quiere decir que es cierto que todas mis desventuras han concluido para mí, exclamó Luisa, que ahora tendré en el mundo un protector, un amparo contra todas mis desgracias.

—Sí, Luisa mia, tu vida entra desde ahora en una nueva faz de cariño y de felicidad.

En mí tendrás el cariñoso apoyo que te ha faltado siempre, no teniendo que temer nada de nadie.

Desde hoy viviremos el uno para el otro exclusivamente y ambos para el trabajo, que es el complemento de la felicidad y de la fortuna.

Ya verás, mi Luisa, ¡qué felices vamos á ser así!