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cap.
darwin: viaje del «beagle»

cuando un lado de su casa se vino abajo con espantoso estruendo. Tuvo la serenidad suficiente para reflexionar que si lograba encaramarse a la parte superior de lo que había caído se salvaría. No pudíendo mantenerse en píe, a causa de los movimientos del suelo, trepó a gatas, y en cuanto hubo ganado la pequeña eminencia, se desplomó el otro lado de la casa, pasándole las grandes vigas por muy cerca de la cabeza. Con los ojos ciegos y la boca tapada por la nube de polvo que obscurecía el aire, llegó por fin a la calle. Como los choques se sucedían con intervalos de pocos minutos, nadie se atrevía a acercarse a las deshechas ruinas, aun ignorando si alguno de sus más caros amigos y parientes se hallaría a punto de perecer por falta de auxilio. Los que habían salvado algunos bienes se veían obligados a vigilarlos constantemente, porque los ladrones merodeaban de un sitio a otro, y a cada pequeño temblor del suelo, mientras con una mano se golpeaban el pecho, clamando: «¡Misericordia!», con la otra hurtaban de las ruinas lo que podían. Los techos de bardas cayeron sobre los hogares y estallaron incendios en todas partes. Las familias que quedaron arruinadas se contaban por centenares, y pocos tuvieron medios con que procurarse el sustento del día.

Los terremotos por sí solos bastan para destruir la prosperidad de todo país. Si las fuerzas subterráneas que ahora permanecen inertes debajo de Inglaterra desplegaran el poder que seguramente han ejercitado en las antiguas épocas geológicas, ¡qué espantosa transformación se operaría en el país! ¿Qué sería de los elevados palacios, ciudades de densísimo caserío, grandes fábricas y hermosos edificios públicos y privados? Y en el caso de que el nuevo período de perturbación empezara por algún gran terremoto en el silencio de la noche, ¡qué horrenda sería la carnicería! En un instante Inglaterra se hallaría en plena ban-