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fatal momento de su derrota, sintió bullir pasiones salvajes, como el corazón en que latían: odio al conquistador que venía á disputarles sus dominios, y amor á Lucía por cuya posesión lo sacrificaría todo.

El salvaje cacique sólo obtuvo después de sus reiterados empeños, el convencimiento de que la virtud de la española era invencible; y entonces, en medio de su desesperación, jura vengar los desprecios que hace á su pasión, y vuelve fugitivo al campo de los suyos para concertar el modo de llevar á cabo el exterminio de los que guardaban el tesoro que tanto codiciaba.

Allí, en las soledades de su aduar, pide consejo á su hermano Siripo; cuéntale con caldeada frase las penas que le devoran, y de común acuerdo, convienen en que apenas asomase la luz del alba, Marangoré se presentaría en el fuerte acompañado de treinta súbditos, los que irían cargados de víveres que ofrecerían á los españoles. Aceptada la ofrenda y una vez dentro del baluarte, atacarían á sus desarmados enemigos, mientras Siripo, convenientemente apostado en las inmediaciones, protegería con tres mil de los suyos la traición concertada con el fin de exterminar á los contrarios y robar á Lucía y á las demás mujeres que acompañaban á los cristianos.

El plan no podía ser, ni más oportuno, ni de más fácil realización, sobre todo si se tiene en cuenta que en aquellos momentos carecían de víveres y se encontraban con menos tropa que la ordinaria, pues el gobernador Nuño de Lara había dispuesto días antes una expedición que remontando el río, asegurase la conquista de nuevos territorios, confiando el mando de dichas tropas al esposo de la Miranda, el capitán Hurtado.

Fiel á lo convenido se presenta Marangoré en el fuerte, habla con lealtad fingida: Lara acepta con gratitud los presentes, le señala un puesto en su modesta mesa, y falto de la prudencia que el sitio y la ocasión exigían, ofrece además al cacique y á su gente, por la noche, techo para reposar de las fatigas del viaje.

Aquella franca hospitalidad tuvo por recompensa la más negra de las alevosías. Sonó la hora de la lucha: los españoles se defendieron bravamente; el mismo Marangoré cayó muerto á un golpe de la cuchilla de Lara, quien tampoco tardó en sucumbir; á poco entró Siripo, reforzando oportunamente la mermada hueste de los suvos, concluyendo por incendiar el fuerte y apoderarse de un rico botín, del que formaba parte entre otras mujeres la infeliz Lucía.

Sigue el drama con el regreso de Hurtado, cuyo dolor