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A. RIVERO
 

Así fué como se comportó Martín Cepeda, a las siete de la mañana del día 12 de mayo de 1898, en la batería de los Caballeros de San Cristóbal, que tenía a su frente la escuadra americana mandada por el almirante Sampson.

¿Quién hizo más o mejor aquel día en que muchos cumplieron su deber, y otros fueron más allá de ese límite? El soldado que cae muerto o herido, cumple su obligación y su juramento; la ley lo hizo soldado; o pelea o lo fusilan.

Martín vino al combate por su gusto; sabía el riesgo de aquella función de guerra, y, generosamente, ofrendó toda su vida de obrero laborioso y listo, y sus noches de alegres parrandas, a cambio de nada.

Para el que muere junto al cañón todo ha terminado. Para el obrero que perdió en sus mocedades el brazo derecho, el brazo que manejaba la herramienta, queda toda una larga vida en que ganar el pan de sus hijos como un inválido, o pedir una limosna.

Lo envié a la enfermería; acudió el médico, y de un tajo acabó de separar el brazo; fué curado de momento, y camino del Hospital Militar vi más tarde una camilla conducida por dos hombres. Allí dentro, y dentro de aquel pecho ensangrentado, latía un corazón grande y valeroso.

Curó Cepeda; pasó la guerra, y como le hubiera propuesto para una recompensa, la Reina, como caso especial, le concedió una Cruz Roja, pensionada con 7 pesetas y 50 céntimos cada mes.

Más tarde, un jefe americano, cerrando los ojos ante el inválido, permitió que el «Board of Health de Puerto Rico», con fecha 18 de diciembre de 1901, le otorgara el diploma de maestro plomero, diploma que firman los doctores R. M. Hernández, como presidente, y W. Fawell Smith, como secretario. Y así gana su vida; él dirige, hace lo que puede con su mano izquierda; otros le ayudan, y con ellos comparte la ganancia.

Cada año, el 12 de mayo, muy de mañana, Martín Cepeda, pulcramente acicalado, con sus mejores ropas y llevando en el pecho la cruz de guerra, sube las escaleras de mi oficina.

—Buenos días, capitán.

—¡Hola, Martín! ¿Cómo estás?

Bien, capitán; a saludarlo como de costumbre, pidiendo a Dios que pueda hacer lo mismo el próximo año.

Y yo me levanto, aprieto su mano y le deslizo en ella algo para festejar el día. Y Martín, siempre alegre, siempre majo, baja las escaleras y vuelve a sus plomerías.

Yo no sé cómo él se las arregla; pero una noche en que paseaba yo por cierta calle alta de San Juan, hallé a mi hombre, con otros amigos, frente a una ventana, metido en jolgorio; me acerqué, y vi con asombro que Martín Cepeda ¡estaba tocando la guitarra!

¡Había aprendido a tocarla con la mano izquierda!