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CRÓNICAS
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A fines del año 1902 cayó el Gobierno liberal y subió al Poder el conservador, siendo ministro de Marina D. Joaquín Sánchez de Toca, quien después de conferen- ciar con Cervera, y por Real decreto de 24 de diciembre del mismo año, lo nombró jefe del Estado Mayor Central de la Armada, cargo de nueva creación. El almirante y sus actuaciones habían obtenido, al fin, cumplida justicia de sus compatriotas. Pero los sinsabores, las injusticias, los más terribles y cruentos dolo- res por él sufridos y por él soportados con grandeza de alma y fortaleza de corazón, jamás superada, habían minado su organismo; y aquel robusto cuerpo se inclinaba ya a la madre tierra como el árbol secular que, roído por insectos destructores, per- dió su savia y su lozanía e inclina su mustio ramaje y cubre el suelo con sus hojas desprendidas por los fríos otoñales. Cumplidos sus anhelos sólo pensó aquel mártir del Deber en preparar su alma y sus asuntos, bien dispuesto a emprender su último viaje. El 4 de marzo de 1909, con unción conmovedora, recibió a su Divina Majestad de manos del arcipreste padre Antonio Macías, rodeando su lecho sus hijos Anita, Juan y Pascual, otros deudos y un reducido número de amigos íntimos. El sacerdote, con voz pausada y solemne, pidióle que perdonase, en nombre de Jesús, a sus ene- migos. La respuesta, que su hijo Angel transcribió exactamente en su cartera, fue como sigue: «Antes de recibir a su Divina Majestad, aquí presente, tengo que decir que he vivido en la fe católica, apostólica y romana, procurando ajustar mis actos a lo que manda la ley de Dios y dispone la Santa Madre Iglesia. Pido perdón al Señor por mis pecados y me entrego en los brazos de su divina misericordia; doy gracias a to- dos los presentes por su caridad en asistir a este acto y a mis criados se las doy, también, por el afecto con que me han asistido. A mis enemigos o personas que no me quieran bien, hace tiempo que los tengo perdonados; pero aquí, nuevamente, lo declaro en esta solemne ocasión, y a mis amigos les doy las gracias por el interés que me demostraron y les pido que me encomienden a Dios. Tengo también que decla- rar que no ha habido una sola vez en que haya hecho yo un llamamiento al honor y al deber de mis marinos, en que éstos no hayan respondido, plenamente, a mi ape. lación; y que si alguna falta pudo haber, nunca fué de ellos, sino mía.» Al siguiente día llegó a Puerto Real su otro hijo D. Angel; los restantes, doña Rosa y D. Luis, llegaron el 8 de marzo. «¡Ya estaban todos!, escribe el sabio jesuíta P. Risco, porque también, junto al le- cho, estaban sus hermanos María y Vicente.>> Eran las dos y cincuenta minutos del día 3 de abril de 1909 cuando aquel vale. roso marino, aquel noble español, genuino heredero de los navegantes españoles que pasearon su bandera por toda la redondez de la tierra, cerraba sus ojos a la luz, su alma blanca ascendía a las serenas regiones donde la maldad y la injusticia no osa- ron llegar jamás, y su cuerpo quedó convertido en fríos despojos; manos piadosas de sus hijos cerraron aquellos ojos que durante tanto tiempo vislumbraron, con visiones de profeta, la realidad de la catástrofe, mientras el sacerdote, rociando el cadáver con el agua bendecida, musitaba: Beati mortui qui in Domino moriuntur. El mundo entero se conmovió al saber la noticia, y los periódicos nacionales y extranjeros llenaron sus columnas de retratos y biografías del fenecido; se derrochó el incienso y la mirra por aquellos mismos que en años antes regatearon al héroe di- funto un jirón de gloria. La escuela americana de Chattanooga cubrió con fúnebres crespones el retrato del almirante y sus hijos recibieron fajos de telegramas y cables, todos de condolencia. El día 4 de abril, Domingo de Ramos, tuvo lugar el acto del entierro, que fué so- lemne e imponente, asistiendo comisiones de todos los departamentos de Marina y