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124 — Arturo Trailles

«El que te dije» era un ricacho que había enviado una corona de poco precio. Arturo se salió á la galería y en la puerta le tomó un amigo:

— ¿Has visto? ¡Pobre Mariano!

Y lo decía, largo de cara, triste de ojos, con el acento con que se dice: — ¡qué desgracia! y es la desgracia que un ferro-carril ha muerto á un hombre en Australia.

— He visto —murmuró Arturo, y entró al salón. Las paredes, tapizadas de luto, se bebían el reflejo de los cirios. La vista de Trailles se fué acostumbrando á la penumbra llena del silencio de la muerte. Al pie del túmulo se apilaban coronas de marchitos jazmines, de biscuit blanco como de azúcar, de bordaduras negras, con aspecto de labores de monja.

Un sirviente, con tímido paso, se acercaba al ataúd. Tenía que tocar las coronas para mirar al muerto, y se le salía al rostro el temor de hacer ruido, con la curiosidad de ver cómo estaba. De un rincón partían desolados suspiros. Eran de una señora que los lanzaba entre golpe y golpe de abanico, como á estornudos provocados con rapé.

Una estatuita, cubierta por un tul negro, dejaba adivinar confusamente su blancura; una cabeza de bronce tornaba el titilar de