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El último canto — 63

una vida inmensa por sus sensaciones, débil por sus obras, volvió á abrumarle como siempre, con un clamor desesperante. Quería dejar sus vibraciones en notas de perenne frescura. Le extremecía de inquietud ser una sombra barrida bajo los plátanos, pasajera entre el tumulto de las cosas que tanto amaba.

— Ah! — pensó — sólo los ciegos, pueden llamarme feliz.

Un coupé estuvo á punto de rozarle al doblar de una esquina. La luz de los focos agujereó los cristales del coche con explosión de asalto.

— Salud, ambientes adorables.

No tuvo casi tiempo de pensarlo. Arrebujada en un manto verde nilo, una mujer pálida, melancólicamente absorta, había brillado y desaparecido, como arrastrada por una sombra avarienta. Era el roce, de una vez en la vida, de dos tristezas enfermas que no volverían á encontrarse.

Frank alzó los ojos al cielo, instintivo movimiento de los soñadores que sufren. La luna, libre del matiz amarillo, tenía en su palidez la emoción de una despedida muda.

El artista sintió la angustia de un presentimiento, y oprimió el violín donde aun dormía una esperanza de gloria.