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Una velada — 83

Esperé un instante; silencio absoluto. Digo mal, sentí un golpe seco, isócrono, en la pieza vecina.

Un reloj antemural, solemne y triste, asombraba con el rumor de vida de su péndulo. ¿Las horas de quién ó de qué ritmaba? Me puse á mirarlo como si fuera á decir un secreto, y su tic-tac, que crecía inmenso en el silencio, aumentó mi sobresalto. ¡Ah! no sabéis la impresión extraña que sentí. Son cosas inenarrables y no encuentro formas. Pero el reloj sentía también algo, que no podía expresar; sonaba en la casa triste como quien canta con miedo; y al verse en presencia de otro pusilámine, redoblaba su canto. No hay duda, nos asustábamos mútuamente.

Sé que entre vosotros hay quien me conoce, y he de hablar con franqueza. Yo que sin pestañar afronté la muerte tantas veces, pasé al otro cuarto con miedo. Busqué, con presteza, lumbre, porque mis ojos poblaban la sombra de círculos inquietos y chispeantes. Y al encender el gas, el pico silbó con brío una canción endiablada, que hirió mi espíritu con voces angustiosas, concertando un macabro dúo con el péndulo. Tendí la mano para aquietar la luz, pero me quedé con ella suspensa, sin tocar la llave. Algo se agitaba en el otro cuarto.