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Cuentos Clásicos del Norte

empeño continuado de altos puestos, no parecía incapaz de adular a los que se encontraban superiores a él. Algunos pasos más atrás veíase un oficial de rojo y bordado uniforme, de corte tan antiguo que perfectamente podía haberse llevado en tiempo del duque de Márlborough. Su nariz tenía un tinte rubicundo que, unido al trémulo parpadeo de uno de sus ojos, bastaba para sindicarle como adorador del vino y de la alegre compañía; a pesar de lo cual se mostraba inquieto y arrojaba frecuentes miradas en derredor, como temeroso de algún peligro oculto. Venía en seguida un rollizo caballero, con casaca de paño afelpado, forrada en sedoso terciopelo; mostraba inteligencia, astucia y buen humor en su semblante y llevaba un infolio bajo el brazo; pero su aspecto era el de un hombre vejado y atormentado más allá de su paciencia y acosado de fatiga mortal. Bajó las escaleras precipitadamente, seguido por un majestuoso personaje ataviado con traje de terciopelo púrpura ricamente bordado; su porte habría sido imponente, si un penoso ataque de gota no le hubiera obligado a cojear de peldaño en peldaño con contorsiones del cuerpo y del semblante. Cuando el doctor Byles pudo contemplar esta figura en la escalera, se estremeció febrilmente; pero siguió observándole con persistencia hasta que el gotoso caballero llegó al umbral, hizo un ademán de angustia y desesperación y se desvaneció entre la obscuridad exterior, desde donde le llamaba la música funeraria.

—¡Mirad! ¡El gobernador Bélcher! ¡mi antiguo