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El niño en la tumba

salió al campo y tomó una vereda que conducía al cementerio. No encontró á nadie en el camino, si bien que tampoco lo habría notado. Sus miradas estaban fijas en un objeto, los árboles del campo-santo que tenía enfrente.

Era una tibia y encantadora noche de fines de estío: el firmamento estaba tachonado de estrellas. Penetró en el fúnebre recinto y fuése en derechura hacia el sitio en que ya sabía que se hallaba la tumba, consistente en una espesura de perfumadas flores. Cayó de hinojos y aplicó la cabeza contra el suelo, cual si con sus miradas pretendiera atravesar la tierra, ávida de ver al hijo de sus entrañas. Y efectivamente, le vió, y muerto y todo se dibujaba una sonrisa angelical en sus labios, y tenía los ojos exuberantes de ternura. Quiso levantar su manecita y la encontró yerta y envarada. Permanecía inclinada sobre la tumba, tal como durante la enfermedad solía ponerse sobre la cabecera, con sólo una diferencia; ahora daba libre curso á sus lágrimas, y antes las reprimía heróicamente por no acabar de entristecer al pobre enfermo.

—«¿Deseas reunirte con tu hijo?» oyó que le preguntaba una voz grave y profunda, pero clara y bien timbrada que llegó hasta el fondo de su alma. Al oirla se irguió con sobresalto y vió un hombre envuelto en negro manto y cubierta la cabeza con capucha: su rostro, aunque severo, inspiraba confianza y en sus ojos brillaba el brío de la juventud.

—«¡Reunirme con mi hijo! balbuceó la madre con acento (suplicante. ¡Oh, tú, sér misterioso, quien quiera que seas, llévame á él y te seguiré.»

—«Medítalo bien, repuso: yo soy la Muerte. ¿Quieres seguirme?

Para responder más presto, dijo que sí con un rápido movimiento de cabeza, y en el acto sintió hundirse el suelo lentamente bajo sus plantas; el hombre