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Carlos Gagini

martine ocupaba la aventurera, le contaron que ésta había partido para Londres en compañía de un opulento norteamericano.

* * *

La misma semana que vio alejarse a Federico reservaba a los maldicientes de San José un terrible desengaño. Ernesto regresó de Nueva York, a donde había ido con dos comerciantes de Cartago a arreglar las bases de una importante negociación.

No había estado, pues, en Nueva Orleans, en donde residía Adela en el seno de una familia respetabilísima; no había pasado siquiera por allí y de ello daban fé sus dos compañeros de viaje. La murmuración despechada, no tuvo más remedio que rendirse a la evidencia.

¡No! La abandonada esposa, tan casta como bella, no había profanado el santuario en que guardaba las reliquias de su amor, cubiertas con el negro velo de sus dolores...

¡No! El leal amigo, inocente de la villanía que con harta ligereza le había imputado la sociedad, abrigaba en su pecho sólo un propósito: el de no descansar un punto hasta devolver a aquellos dos seres queridos la felicidad perdida.

Escribió a su amigo por todos los correos; y sus cartas, en las que resplandecían la sinceridad, la nobleza y el cariño, obraron al fin el milagro de volver al redil la oveja descarriada.