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LA CIUDADDELVICIO

sabía preparar. La receta del Cocinero de los cocine- 7os era una porquería de tasca. Y con soberbia, le- vantando las charreteras flamantes en un pavoroso juego de omoplatos, desafió allí a quien le diese leyes sobre la materia. Y además, jaleas, puddings, Cremas, toda calidad de caldos y unas copitas de Zooorto, ¿no, señor prior?...

—¡Oh, eso es famosísimo!—dijo el reverendo, masticando fiambres con dientes de frailón.— Y embistiendo a los circunstantes de cada vez, a cata de adversario, el flamígero coronel se jactaba de haber leído todo lo que andaba escrito sobre el asunto; ¡incluso libracos venidos de Francia!... Con- taba hasta de artículos suyos en el Almanaque Ta- dorda, probando los inconvenientes del limón en el pudding de huevos; lo cual le mereció felicitaciones del prior, que no sabía estar hablando con el ¿lustre literato. También apreciaba de corazón las invencio- nes de la pastelería, los buenos puddings, las ricas jaleas, la crema de fruta en su punto y hora...

Bebía golosamente con ruido de sorbos. Y de claró tener en Azeitáo una moza que sabía templar eso celestialmente, lo cual hizo bajar los torcidos ojos a la Doña Emma...

—¡Oh, dijo una aceitunada de la familia que es- taba de verde en un rincón, con esos dientes sa- lientes;- -como papá no puede haber otro, figú- rate tú...

--En efecto, afirmó el guerrero jubiloso;—la co- cina es mi flaco...

Retorcía los bigotes de Fritz y refirió cómo ga-

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