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DAVID COPPERFIELD.

«Se recuerda á Mr. David Copperfield que no olvide la invitacion de papá.»

A decir verdad, pasé lo restante de la semana delirando de felicidad.

Seria ridieulo decir todos los absurdos prepara- tivos que hice para ser digno de tan fausto acon- tecimiento. ¡Escogi mil corbatas! Mis botas hu- bieran podido pasar por instrumentos de tortura.

La vispera envié con la diligencia de Norwood un precioso canastillo, cuya forma podia pasar por una declaracion; dentro iban una porcion de dul- ces y pastillas con los mas tiernos motes.

A las seis de la mañana me hallaba en el mer- cado de Covent-Garden, comprando un ramo para Dora; á las diez monté en un flamígero corcel, alquilado para la circunstancia, llevando el ramo dentro de mi sombrero, á fin de ofrecerlo con toda su frescura primitiva.

¿ Quién podrá explicarme el por qué, al ver á Dora en el jardin, aparenté no verla y fingi no re- conocer la casa? ; Locuras son esas que ofros han llevado á cabo en idénticas circunstancias y en la misma edad! Pero por fin reconoci la casa, me apcé á la puerta de la verja, y atravesando por cima del cesped, me encaminé á un cenador cu- bierto de lilas, donde se hallaba Dora con un som- brerito blanco, un vestido azul celeste, y rodeada de mariposas.

A su lado, en el mismo banco, se hallaba una jóven... comparativamente vieja, una señorita de unos veinte años, -llamada miss Julia Mills, inti- ma amiga de Dora! Dichosa ella!

Tambien se hallaba Jip, que por cierto me ladró y hasta me enseñó los dientes, cuando ofreci ga- lantemente mi ramo de flores. Creo que el perro tenia razon, si sospechaba el cariño que sentia yo por su ama.

-Os doy un millon de gracias, Mr. Copper- field! Qué flores tan admiralbles! exclamó Dora.

Durante el trayecto de las tres millas, habia compuesto en mi inmaginacion un lindisimo discur- so, pero, al verme delante de ella, no pude acertar ni con la primera frase.

Al ver que acercaba mi ramo á su boca, fué tal mi encanto, que á no haber perdido el uso de la palabra, hubiese dicho á miss Julia:

- Matadme, señorita, si teeis corazon, y que muera en este momento.

Dora hizo que Jip oliese mis flores, pero el per- ritó gruñó y no quiso consentir. Su ama se echo á reir y se empeñó en salirse con la suya. Jip cogio entre sus dientes un geranio y le pegó de dentella- das. Dora le zurró, se puso séria, y dijo:

- Pobres flores mias!

Pronunció aquella frase con tanta lastima, que yo hubiese preferido que Jip me hubiese mordido ä mi.

- Creo que no os pesará el saber, me dijo Dora, que la enojadiza miss Murdstone, no está aqui. Ila ido al casamiento de su hermano, y permane- cerá ausente durante tres semanas. ; Verdad que es un placer?

- Para mi sobre todo, le respondi.

Miss Julia sonrió y nos miró con aire de solici- tud.

- Miss Murdstone, añadió Dora, es la criatura mas desagradable que conozco; ¡no podeis creer, Julia, hasta qué punto es redicha y provocativa!

- No tengo ninguna dificultad en creerlo, mi querida Dora, respondió Julia.

- Olvidaba, continuó Dora, apoyando la nano en las de Julia, que podiais en cefecto creerlo per- fectamente.

Adiviné que miss Julia habia sufrido sus pruebas en el transcurso de una vida románjica, y que á ellas debia atribuir su indulgencia y su csquisito tacto. Supe, en efecto, que engañada en sus afec- ciones, se habia retirado de la lucha del mundo con una experiencia precox y una tierna simpatia hácia las esperanzas desgraciadas y los cfimeros amores de la juventud.

En aquel momento, Mr. Spenlow salió de la casa, y Dora se dirigió á su encuentro, diciendo:

- Mirad, padre mio, qué flores tan admira- bles!

Miss Julia se sonrió melancólicamente, como si hubiera querido decir : «Mariposas de la primavera, gozad de vuestra rápida existencia durante la es- pléndida mañana de la vida.»

Como el coche esperaba i la puerta, dirigimo- nos hicia él, atravesando por medio del parterre.

¡Qué paseo! Jamás di uno semejante. Mr. Spen- low, Dora y Julia, iban en el facton descubierto, que contenia ademas la guitarra de Dora, un ca- pacho y mi canastillo de dulces. Yo iba á caballo á la portezuela del coche.

Dora me miraba y no permitia que Jip se pu- siese al lado del ramo que llevaba á su derecha, temiendo que lo aplastara.

Cuando lo cogia para aspirar el perfume de las