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DE MADRID A NAPOLES

que se veia un gran Crucifijo de ébano y plata, una escribanía, un Breviario, y algunos papeles.

Cuando entré, S. S. leía un libro en rústica de aspecto moderno, cuyas hojas iba abriendo ó cortando con una plegadera de marfü , la cual soltó para alargarme la mano, volviendo á cogerla en seguida con un movimiento maquinal.

Yo esperaba á que me hablase, para atreverme á fijar los ojos en su rostro. Entre tanto, reparaba, de un modo vago y pueril, en el solideo blanco del Santo Padre, en su muccta y su capisayo, blancos también, en sus hermosas manos y (¡cosa rara..., que demuestra mi afán de encontrar al hombre al través del Pontífice!) en que el cuello de la muceta estaba un poco desaseado, de ludir con los sedosos cabellos blancos de S. S.

El conjunto de aquella figura, su albo ropaje talar, la mansedumbre de su actitud, su aire tranquilo, natural y franco, la modestia de la habitación..., todo respiraba paz, bumildad y ternura.

Mientras yo observaba y discurría estas cosas, apenas habrían pasado ocho segundos, durante los cuales S. S. miró un papel, que sin duda era la petición de aquella audiencia; petición hecha por la Embajada, y cuyos términos yo no conocía.

— Usted es español (dijo al fin el Papa en castellano, no sin grande sorpresa mía). Yo quiero mucho á los españoles, y todavía recuerdo, como usted ve , aquella hermosa lengua que aprendí hace tantos años. Yo he estado en España.

S. S. hablaba el castellano con una corrección admirable, sin acento alguno extranjero; pronunciaba las eses como los valencianos, y su voz era dulce, reposada y sonora.

Yo sentía renacer mi tranquilidad.

— ¿De qué parte de España es usted? me preguntó en seguida.

Y cuando le hube contestado:

— ¡Granada! (repitió el Pontífice). Hoy hace años que entraron en ella los Reyes Católicos. — ¡Guadix! catedral insigne..., Silla de San Torcuato, — Yo amo mucho al Obispo de Guadix... Cuando vaya usted á verlo, déle muchas expresiones mías .

Este lenguaje, sencillo y cariñoso, me animó de tal manera, que ya no podía darme cuenta de la emoción con que había llegado hasta allí.. Me parecía que toda mi vida habia estado oyendo al Papa. Así es que me permití mirarlo y estudiar su fisonomía con una atención que no podía pasar por irrespetuosa, dado que mis palabras demostraban claramente veneración, afecto y gratitud.

Pio IX tiene sesenta y nueve años: es alto y fuerte: su apostura revela á un mismo tiempo cierta marcial franqueza y una infinita humildad apostólica. En su semblante, verdaderamente hermoso, resplandecen la serenidad y la alegría. A la viveza de sus ojos se contrapone la pacífica bondad de su boca, que no cesa do sonreír. A pesar de su avanzada edad, brilla en su frente un destello de juventud, y, según pude ver más ade-