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84 DE MADRID A NAPOLES

conmiseracion hácia los hijos de aquella helada tierra; conmiseracion que sube de punto cuando se conoce á los cretinos del Valais, de que ya hablaremos.

Entre tanto el país llegaba á un inconcebible grado de hermosura. El pino especial de aquellos montes empezaba á bordar el gracioso abanico de sus ramas horizontales sobre las laderas tapizadas de nieve. Las cascadas, cada vez más caudalosas, se desprendian de los flancos de las peñas, velando el sol con sus nítidos encajes, lo que producia una y cien veces el arco-iris, —rutilante pluma de colores, enredada en la blanca pluma de las aguas gallardamente suspendida en el aire. Los verdes prados, en fin, estaban como esmaltados de rubias vacas, que pacian á la sombra de oscuros árboles frutales y á la márgen de cristalinos arroyos, componiendo cuadros tan graciosos é inocentes, que parecian el verdadero original copiado por la musa bucólica de todos los tiempos, desde Ruth hasta Theócrito, desde Virgilio hasta Garcilaso.

Mas allá de Balme, donde media el camino, nos sorprendió estraordinariamente ver dos cañones á la puerta de una casa rústica. -Hallábanse montados sobre sus cureñas y como amenazando al que llegase.

—¿Qué significa eso? preguntamos al conductor.

—Esos cañones, dijo este, son de un pobre hombre que se gana la vida con ellos.

—¡Dios de Israel! ¿Y de qué modo?

—Es muy sencillo. Las montañas que cercan este paraje producen unos largos y repetidos ecos que los viajeros. gustan de oir. Si ustedes quieren, pueden pagar algunos cañonazos, á medio franco cada uno, y juzgarán por sí mismos si la cosa tiene verdadero mérito.

—Pues que dispare en seguida, si no han de espantarse los caballos.

—Descuiden ustedes. Están acostumbrados.

Entonces apareció un campesino, que maldito el aire que tenia de artillero, y puso fuego á una pieza.

La detonacion fue espantosa; y como si ella hubiese dado la señal de una batalla, siguiéronla otras muchas, que resonaban á lo lejos simultáneamente, atronando los montes, prolongándose de eco en eco y volviendo á arreciar cuando parecia que iban á estinguirse, hasta que por últimó se fueron apagando en la distancia al modo de una tempestad que se aleja.

Lo menos cinco minutos duraria el estruendo del primer eañonazo.

Mandamos disparar el otro, y partimos. Aquello era maravilloso. Hubiérase dicho que los Alpes estaban ocupados por un ejército que hacia jugar en aquel instante toda su artillería.—Iriarte y yo creíamos encontrarnos otra vez en Sierra-Bullones, en medio de uno de aquellos combates que tan caros costaban á los marroquies.—La ilusion era completa.

Poco despues de Maylund, y en una estrecha garganta formada por altísimos peñascos verticales, nos esperaba otra sorpresa; y era un rio ¡todo un rio! que brotaba por la hendidura de uno roca, como si Moisés la hubiese tocado con su milagrosa vara. El sabio Saussure, que conocia