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Miraba el pañuelo con cenefa encarnada y se imaginaba a Senista esperándole. Le esperaría el primer día, el segundo, el tercero. Volvería a cada momento la cabeza, con la esperanza de verle entrar. Y Sazonka, sin llegar nunca. El pobre Senista moriría solito, olvidado, abandonado, como un perrillo en un basurero. ¡Ah, si él hubiera ido un día antes, sólo un día antes! El pobre Senista hubiera podido ver, con sus ojos moribundos, el regalo, y su corazón infantil se hubiera llenado de alegría, su alma hubiera volado al cielo sin dolor, sin la inmensa tristeza.

Sazonka, lloraba y se mesaba los cabellos, revolcándose desesperado sobre la hierba.

Lloraba y gritaba sin cesar:

—¡Dios mío! |Dios mío!

Luego posó en el suelo el labio desgarrado y calló, atravesada el alma por un dolor agudo. La hierba tierna acariciaba dulcemente su rostro. Un olor denso y sedante se alzaba de la tierra húmeda, llena de fuerzas creadoras, vitales. Como una madre eterna, la tierra recibía a su hijo, al pecador arrepentido, entre sus brazos, y le daba a su corazón dolorido calor, amor y esperanza.

A lo lejos, en la ciudad, sonaban alegres las campanas: tocaban a gloria, en la fiesta de la resurrección.