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unas casas, y el callejón se ensanchó como un río que llega a la laguna.
Goyo, Don Segundo y Valerio, iban a rondar según of decir.
Estábamos en los locales de una feria, a orillas de un pueblo.
Cerca de las tropillas desenfrené mi petizo y le voltié el recado.
Bajo un cobertizo de cinc tiré mis pilchas al suelo y me les dejé caer encima, como cae un pedazo de barro de una rueda de carreta.
Un rebencazo casi insensible me cayó sobre las paletas.
—¡Hacete duro, muchacho!
Y creí haber reconocido la voz de Don Segundo.