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jón, las primeras gotas sonaron de un modo opaco y precipitado.

Como a pesar de la hora temprana sintiéramos calor, fué más bien un goce aquel tamborineo fresco. Algunos empezaron a acomodar sus ponchos; yo esperé.

Mirando al cielo colegimos que aquello era preludio de algo más serio.

La tierra se había puesto a despedir perfumes intensamente. El pasto y los cardos esperaban con pasión segura. El campo entero escuchaba.

Pronto, un nuevo crepitar de gotas alzó al ras del callejón una sutil polvareda. Parecía que nuestro camino se hubiese iluminado de un tenue resplandor.

Esa vez me acomodé el "calamaco" preparándome a resistir el chubasco.

La lluvia se precipitó interceptándonos el horizonte, los campos y hasta las cosas más cercanas.

Los troperos se distribuyeron a lo largo de la novillada para cerrar de más cerca la marcha.

—¡Agua! Ogritó Valerio entreverándose a pechadas entre los brutos.

Por mi parte me entretuve en sentir sobre mi cuerpo el cerrado martilleo de las gotas, preguntándome si el poncho me defendería de ellas. Mi -