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sas de mujeres en los carruajes y poco a poco la cocina fué llenándose de paisanos que saludaban, alegres o taimados.

Ya la gente se había amontonado por demás y salimos con Pedro a curiosear lo que sucedía en el salón del baile.

Intimidados, a pesar de nuestros alardes, nos asomamos al recinto antes lleno de bolsas, maquinarias y cueros, entonces preparado con ostentación de lámparas, velas, candiles y banderitas, a contener la alegría de un centenar de parejas.

El centro despejado y limpio, asustaba y atraía como un remanso. En las sillas que formaban cuadro, apoyadas contra la pared, había mujeres de todas las edades, algunas con chicos en las faldas, los que asustados miraban con grandes ojos, o cansados dormían sin reparar en conversaciones, ni luces, ni colores.

Las mujeres, según la edad, vestían ropas oscuras o claras faldas floreadas. Algunas llevaban pañuelo en el pescuezo, otras en la cabeza. Todas parecían recogidas en una meditación mística, como si esperaran el advenimiento de un milagro o la entrada de algún entierro. Pedro me golpeaba disimuladamente el muslo con el puño:

—Vamoh'ermanito, que aurita dentra el finao.