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nes de las estancias, se veían paisanos lujosos en sus aperos y su vestuario. ¡Qué facones, tiradores y rastras! ¡Qué cabezadas, bozales, estribos y espuelas! ¡Si ya me estaba doliendo la plata en el tirador!

A la sombra de un ombú, al lado del gran galpón del local, se asaba la carne para los peones y el pobrerío. Había como elegir entre los asadores que, aquí ensartaban un costillar de vaquillona, allá un medio capón o un corderito entero, de riñones grasudos.

Los dueños de la feria, así como los estancieros y los clientes de consideración, tenían adentro acomodada una mesa larga, con muchos vasos y servilletas y jarras y frascos y hasta tenedores. Adentro, también, vecino al comedor, había un despacho de bebidas con sus escasos feligreses.

Con mi padrino, nos arrimamos a un cordero de pella dorada por el fuego. ¡Carnesita sabrosa y tierna! "Lástima no tener dos panzas", decía con desconsuelo Don Segundo.

En seguida que sus mercedes de la mesa se hartaron de embuchar, salió el rematador y su comitiva en un carrito descubierto y empezó la función. El rematador dijo un discurso lleno de palabras como: "ganadería nacional", "porvenir mag-