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1 Don Segundo lo acercó al recado en que él había estado durmiendo. El hombre cayó como desgarretado. "Dejalo no más", me dijo mi padrino, "y vos sacá tus jergas y echate a dormir".

Con recelo entré al cuarto, me santigüé, fuí al rincón de mis pilchas y manotié arrastrando lo que quiso venir conmigo. Ya Don Segundo dormía, con un cojinillo de almohada, sobre el piso del patio. El otro estaba tirado como potrillo muerto. ¿Dormir? ¡Como para dormir estaba por dentro! Nunca pensé que se pudiera tener tanto miedo junto.

Recién al aclarar, cuando mi padrino incorporándose me dió la garantía de que todo no había muerto, pude cerrar los párpados.

Poco después desperté en un sobresalto. Ya el sol calentaba un tanto el cuerpo y un vientecito tierno se colaba entre la ropa.

Don Segundo había arrimado su tropilla y tusaba uno de sus caballos.

No vi ni señas de Don Sixto. Como el sol sab barrer el miedo, no me quedaba de mi angustia nocturna más que un peso en los nervios.

Enderecé mis pasos hacia el pozo. El chirrido de la rondana, el culazo del balde en el agua, el canto de las goteras mientras recogía la soga, cu-