conquistado en la calle simpatía y popularidad, para sufrir inquietudes de ningún género.
Fueron los tiempos mejores de mi niñez.
La indiferencia de mis tías se topaba en mi sentir con una indiferencia mayor, y la audacia que había desarrollado en mi vida de vagabundo, sirvióme para mejor aguantar sus reprensiones.
Hasta llegué a escaparme de noche e ir un domingo a las carreras, donde hubo barullo y sonaron algunos tiros sin mayor consecuencia.
Con todo esto parecíame haber tomado rango de hombre maduro y a los de mi edad llegué a tratarlos, de buena fe, como a chiquilines desabridos.
Visto que me daban fama de vivaracho, hice oficio de ello satisfaciendo con cruel inconsciencia de chico, la maldad de los fuertes contra los débiles.
—Andá decile algo a Juan Sosa — proponíame alguno — que está mamao, allí, en el boliche.
Cuatro o cinco curiosos que sabían la broma, se acercaban a la puerta o se sentaban en las mesas cercanas para oír.
Con la audacia que me daba el amor propio, acercábame a Sosa y dábale la mano: