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vendido por veinte pesos su hija de doce años al viejo Salomovich, dueño del prostíbulo.

Mi reputación de dicharachero y audaz iba mezclada de otros comentarios que yo ignoraba. Decía la gente que era un perdidito y que concluiría, cuando fuera hombre, viviendo de malos recursos. Esto, que a algunos los hacía mirarme con desconfianza, me puso en boga entre la muchachada de mala vida, que me llevó a los boliches convidándome con licores sangrías, a fin de hacerme perder la cabeza; pero una desconfianza natural me preservó de sus malas jugadas. Pencho me cargó una noche en ancas y me llevó a la casa pública. Recién cuando estuve dentro me di cuenta, pero hice de tripas corazón y nadie notó mi susto.

La costumbre de ser agasajado, me hizo perder el encanto que en ello experimentaba los primeros días. Me aburría nuevamente por más que fuera al hotel, a la peluquería, a los almacenes o a la pulpería de "La Blanqueada", cuyo patrón me mimaba y donde conocía gente de "pajuera": reseros, forasteros o simplemente peones de las estancias del partido.

Por suerte, en aquellos tiempos, y como tuviera ya doce años, Don Fabio se mostró más que