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La herida, un rato blanca, se llenó, como manantial, de sangre y empezó a gotear, luego a chorrear abundantemente. El infeliz estaba blanco como un papel y, largando un quejido como para escupir la entraña, se abrazó la cabeza y salió para el lado del rancho. Iba despacio. Metódicamente gruñía su ¡Ay! de idiota, mientras dejaba un rastro rojo tras de su paso. Paula se fué con él.

253Me quedé solo, sin saber en qué pararía aquello.

Confusamente experimentaba lástima ¿pero era mi culpa? ¿no había sido una cobardía su ensañamiento en atropellar a un hombre que creía inválido? Al fin de cuentas me daba rabia. Me habían forzado la mano y también a Paula la sentía culpable. ¿Por qué no había espantado de su vecindad a ese embeleco pegajoso? "Si tiene gusto — me dije en andar con ese tordo en el lomo, que le aproveche". Y decidiéndome a una acción rápida, enderecé a la cocina, donde debían estar los mayores.

Al pasar frente a la pie en que dormí la primer noche, vi al hembraje amontonado. Ahí debía estar el herido. Seguí para la cocina donde encontré a Don Candelario y a Fabiano. Este último era el hombre que necesitaba.

—Güenas noches saludé.

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