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—Medio desconfiao el paisano. Nos quería jugar, porque estaba maliciando que éramos de los que han venido con el ruano.

—Le tiene fe al colorao insinué, tentado.

—¡Bah! —dijo mi padrino—la ganancia está en las patas de los caballos.

Lo cierto era que me sobraban ganas de comprometer mis pesos y que, estando en perfecta ignorancia en cuanto al mérito de los caballos, tenía que proceder arbitrariamente. La plata me andaba incomodando en el bolsillo. Calculé el monto de mi fortunita. De la riña de gallos, ciento noventa y cinco pesos. Del último arreo cincuenta, van doscientos cuarenta y cinco. Sesenta pesos, que tenía antes de la riña, van trescientos cinco. Y ochenta de Patrocinio por mis pingos; total, trescientos ochenta...

Don Segundo me sacó de mis cálculos, anunciando la venida de los parejeros. Los vimos sin mudar de sitio.

El colorado pasó, ya montado, braceando impaciente. Era alto y fuerte, de buenos garrones y con un ojo chispeador de bravo. ¡Qué pingo!

pensaba yo: ¿cuándo podría tener uno igual? Seguramente cuando fuera Coronel por lo menos,