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tra. ¡Linda noche para perder animales! Cada relámpago nos mostraba, en tintes lívidos, un campo impasible, en que marchaba alborotada nuestra tropa vigilada de cerca por los reseros. Arriba, algo informe, oscuro, acabaría por caérsenos encima, de un momento a otro. Bajo los golpes de luz, percibíamos en un chicotazo, las cosas demasiado claras y los novillos blancos, como también los rosillos plateados y las manchas de los overos, se nos metían en los ojos. Después, quedábamos perdidos en la noche, con la visión rápida encajada en la memoria como una cicatriz en el cuero. Y andábamos hasta otro relámpago. Al viento siguió calma. En el cielo había grandes charcos y ríos plateados, sobre un fondo de chatos remansos negros. Sin embargo, veíamos avanzar, en toda carrera, largas hilachas de nubes grises, perdidas de rumbo como yeguada cimarrona ante el incendio de un pajal.

El capataz nos mandó no descuidar la hacienda, que remolineaba también perdida en su susto. Un rayo cayó con estampido que, de seco, pareció rajarnos las carnes. Me dije que el viento venía de bajo tierra.

La tropa se partió en puntas, como una tosca que se desmorona en el agua. Recordábamos que